Erasmus

A mediados de Julio del presente año harán cuatro siglos desde el triste día en que la ciudad de Basilea presenció el desfile, en dirección a la Catedral, del fúnebre cortejo del extraordinario humanista y último grande hombre de letras del Renacimiento, del astro de la Germania: Erasmus de Rotterdam.

Su féretro iba en hombros de los estudiantes y seguido del Cónsul, del Senado, de los miembros de las Academias y de los habitantes todos de la ciudad que querían rendir así su último homenaje al que con razón consideraban como el más grande de los ciudadanos de Basilea.

Sus restos fueron depositados en la Catedral, recientemente despojada por la Reforma de todas sus galas, junto al Coro, en una Capilla consagrada hasta poco antes al culto de la Virgen. Allí están, bajo una fría losa, sin una imagen, sin ninguna estatua, sin nada de lo que él consideraba 'los principales ornamentos de la civilización'.

El romanticismo elevó a la categoría de axioma el que los hijos del amor eran siempre los mejor dotados por la naturaleza, porque sus progenitores les legaban todas sus cualidades exaltadas en consonancia con su pasión sublime. Al contemplar la inmensa disparidad que existió. entre las calidades espirituales de Erasmus y las de sus infortunados padres, se podría llegar a creer que hay algo de verdad en esta curiosa y benévola máxima ideada en favor de los hijos ilegítimos, si no supiéramos, por unas cuantas líneas del propio Erasmus, la existencia de un hermano suyo, un poco mayor, que pasó por este mundo sin dejar huellas, humilde y silenciosamente, que llevó una vida tan obscura como la de sus pobres y apasionados padres.

Pero si en este caso falló el axioma romántico, se cumplió con creces su primer corolario: 'cuando se es hijo de sus obras, se es de la mejor familia, y el nombre que uno se da, vale mucho más que el que se recibe& ' porque, ¿quién no tendría ahora a grande honor el ser de la familia de Erasmus? ¿ Quién podría dudar de la superioridad del nombre greco-latino que él se diera Desiderius Erasmus (el deseado bien amado) sobre el pobre que su padre le legara: Geert Geerts (Gerardo hijo de Gerardo)? -Porque este hombre ilustre nació en Rotterdam el 28 de Octubre de 1467 de la unión inconfesable de un monje mendicante: Gerardo de Präet y de una joven llamada Margarita, hija de un pobre médico de aldea, de modo que su padre no pudo darle más nombre qué ése.

Se ha observado con frecuencia que es bien curioso que este insigne hombre de letras, gloria del humanismo, haya podido nacer en el seno de una sociedad casi exclusivamente dedicada a la industria y al comercio, y muchos insisten, en el contraste que hay entre este hombre absorbido totalmente por las preocupaciones de su espíritu superior, y la ciudad natal, entregada en absoluto a las actividades materiales; contraste tan fuerte como el de su magnífica estatua de bronce, de soberbias proporciones, alzándose con un libro en la mano, con un libro -que no es de cuentas sino de bellas letras- en un barrio populoso de Rotterdam, surcado de canales en que pululan las embarcaciones, entre montañas de mercaderías y miles de mercaderes. Pero no hay que olvidar que parece como que la naturaleza se complaciera en producir estos contrastes: en medio de la nieve de las altas cordilleras aparecen volcanes desbordantes de lava y ardiendo en llamas, y en las aguas estancadas florecen deliciosos nenúfares fragantes.

La ciudad de su nacimiento contribuyó con muy poco a la inmensa cultura de Erasmus, pero influyó grandemente en su carácter y en las propensiones de su espíritu. En el siglo XV los Países Bajos eran un inmenso emporio comercial, la comarca más poblada, mejor cultivada y más opulenta de la Europa, a la que afluía en abundancia el dinero del resto del mundo conocido y -como todo país dedicado preferentemente al comercio- de arraigadas tendencias liberales.

El intercambio comercial, como es sabido, precede y prepara al intercambio de ideas, fomenta la tolerancia, barre con los prejuicios locales que mantienen las animosidades entre las naciones, suaviza los hábitos y estimula el deseo de ayuda mutua, fomentando la paz y el orden; de aquí que se diga siempre que el gran comercio es esencialmente internacionalista. Además, no es posible dejar de recordarlo, los Países Bajos son hasta ahora el rincón del mundo en que más se ha combatido por la libertad. Ahora bien, es fácil ver cómo todas estas tendencias pacifistas, internacionalistas y libertarias informan el carácter del ilustre hijo de Rotterdam, pues antes que holandés o súbdito del Imperio fue ciudadano de la República de las letras; hablaba siempre el latín -el idioma internacional de aquellos años- y sólo usaba el holandés para dar órdenes a sus sirvientes; y toda su vida luchó por la libertad: en el campo de las letras y en el campo de la filosofía y fué el defensor del libre albedrío y el padre del libre pensamiento.

Los primeros años de Erasmus fueron duros, pues quedó huérfano a los trece años y, aunque sus padres le dejaron bienes suficientes para continuar sus estudios, como la familia se apropió de una parte y el resto lo malgastaron los tutores, los dos hermanos tuvieron que variar muchas veces de colegio antes de refugiarse en el seminario de Boisle-Duc, en donde, según Erasmus, perdieron totalmente el tiempo. El único tutor que se preocupaba de los huérfanos, de apellido Guardián, se dice que para no rendir las cuentas de la tutela, resolvió hacer ingresar a sus pupilos en un convento. Erasmus se concertó con su hermano mayor para resistir a la presión; pero éste, a pesar de lo convenido, cedió a las primeras argumentaciones y le dejó solo, de quince años, resistiendo a la dura resolución. Poco después la placidez del convento de Emmaüs, en donde estaba su amigo Cornelius Verdenius, le atrae, cree que es el verdadero Jardín de las Musas en donde, en un reposo absoluto, puede dedicarse al estudio y trabar íntima amistad con los libros, esos amigos que nunca nos abandonan. Después de algunas vacilaciones y de un corto noviciado pronuncia allí sus votos.

¿Le debemos reprochar el que se hiciese fraile sin tener vocación? Hay que tener en cuenta que entonces este huérfano sin familia, alguna -salvo su hermano ya fraile- no tenía aun diecinueve años y era de una naturaleza tan débil que le hacía incapaz para la lucha por la vida, y con una fuerte inclinación por las letras, en una época en que el alto cultivo de éstas iba siempre revestido del sayal del monje y sólo se alcanzaba en la grata paz de algún viejo monasterio. Por lo demás, es difícil arrojar en estos casos la primera piedra. ¿Quién en esa estrecha situación o en horas de desaliento no ha sentido la tentación de volver las espaldas al mundo e internarse en un Monte Cassino u otro gran refugio de paz y de cultura?

En un principio el estudio del latín y de los clásicos hebreos, griegos y romanos le apasiona y le hace agradable la vida conventual; pero luego las realidades se imponen: el frío de la celda empeora su salud delicada; no duerme; no puede soportar los alimentos corrientes; suspira entonces por la libertad perdida, pero sus compañeros le prueban que son tentaciones del demonio -que todos ellos han sufrido- y se resigna con su suerte!

Felizmente, su fama de latinista hace que el Obispo de Cambray, que va a emprender un viaje a Roma, pues le han hecho Cardenal, le llama a su lado en calidad de Secretario latino. Todos los biógrafos de Erasmus anotan que este hombre de espíritu liberal y progresista, fustigador de todos los prejuicios, pero respetuoso del orden y de las jerarquías no acude al llamado del Cardenal-Obispo, sino después de haber obtenido licencia de su Ordinario, del Prior de su Convento y del Superior de la Orden en Roma. Parece que esta licencia llevó consigo algo como una especie de secularización, pues desde entonces no vuelve a ingresar a un convento y su vida se asemeja más a la de un clérigo que a la de un fraile. Permanece algún tiempo como Secretario latino del Obispo, pero como el viaje a la Ciudad Eterna no se realiza, éste le envía a París a proseguir sus estudios.

En esta ciudad entra al Colegio de Montegu, famoso por sus estudios de teología y por su mala comida. 'Hasta las murallas, ha dicho él mismo, eran teológicas', y en cuanto a la alimentación, el gran Rabelais se ha encargado de ilustrarnos sobre ella: era digna émula de la que daba a sus educandos el famoso Licenciado Cabra del Gran Tacaño; no puede extrañarnos, pues, que en sus Coloquios después dijera de tan gran Colegio: 'No obtuve nada de él, salvo un cuerpo enfermo y una buena cantidad de bichos'.

Su amor al estudio le ha llevado a París, le echa de allí su mala salud; viaja por Francia y vuelve a París y esta vez le expulsa la peste que diezma la ciudad. Le sigue una época de gran pobreza en que viaja por los Países Bajos, por Alemania, siempre huyendo de la peste y siempre perseguido por ella, ganándose penosamente la existencia, dando lecciones y prodigando las dedicatorias de sus libros. Está en los treinta años, la edad de todas las rebeldías y de los amargos desengaños!

Debieron ser estos días muy duros para él, pues, a las dificultades reales de viaje sin dinero en aquellos años tristes de la peste, y de su cuerpo excesivamente débil, que no podía resistir sino muy pocos alimentos -al que la sola vista del pescado le daba náuseas y el olor de una estufa le producía fatigas de muerte- hay que agregar los tormentos que le producía su sensibilidad enfermiza. Para este pobre ser, con un cerebro y un sistema nervioso enormemente desarrollados a expensas de un físico miserable, en los linderos de la neurosis, todo accidente más o menos vulgar toma proporciones inusitadas: toda mar fuerte equivale a una tempestad precursora del naufragio; el encuentro con gentes desconocidas en un camino solitario, a un salteo frustrado; todo viento, a un huracán: toda lluvia o nevada, a un temporal deshecho, a una catástrofe; toda posada del camino se le antoja una Cueva de Rolando.

Felizmente uno de sus discípulos: el inglés William Mountjoy le lleva a Inglaterra y le fija una pensión. Visita entonces a más de Londres a Cambridge y a Oxford y entra en relaciones de intimidad con todos los grandes humanistas del reino: Tomás Moro, Colet, Grocyn, Latimer; recibe la protección del Rey Enrique VII; perfecciona sus conocimientos de griego en la Universidad de Oxford, y estudia con detención la Biblia, que le aumenta su distancia por la escolástica.

Después de tres años de grata permanencia en las Universidades inglesas, especialmente en St. Mary's College, de Oxford, regresó al Continente, en donde visitó de nuevo las Universidades de París y de Lovaina. Pero la Sorbonne y Lovaina, que hoy son dos grandes focos de cultura, eran en los albores del siglo XVI, centros de todos los prejuicios, en donde se perpetuaban la ignorancia, la charlatanería, la intolerancia y la pedantería, de modo que de nada sirvieron a

Erasmus, salvo el crearle enemigos irreconciliables que lo persiguieron hasta la muerte. Con todo, debemos recordar que durante esta permanencia en Lovaina conoció a un compatriota, hijo de un cardador de lanas, que ya era preceptor del futuro Carlos V y que, andando los años, ciñó la tiara con el nombre de Adriano VI. La intimidad entre estas dos nobles personalidades fué grande a pesar de la conocida indiferencia del futuro Papa por las artes y las letras clásicas que, como cosas paganas, las consideraba en los linderos de la herejía.

Parece que este es el período de más pobreza de su vida, al menos es aquél en el que tiene que dedicar sus obras en términos más halagadores a gentes de menor valía! Quizás esto le hace volver pronto a Inglaterra, en donde halló siempre generosa protección de parte de sus discípulos y admiradores y de la cual hablaba constantemente con el mayor elogio; pero no duró mucho allí, porque el médico del Rey le dio el encargo de acompañar a sus hijos a la célebre Universidad de Bolonia. Gracias a esto pudo realizar el sueño de su vida: visitar la Italia, sueño largamente acariciado, pero que no conseguía efectuar por falta de fondos, porque, como él decía, 'no es fácil volar sin alas'.

Al cruzar los Alpes y entrar en Italia se experimenta siempre el placer físico de abandonar una naturaleza ingrata, fría, hosca y de deleitarse en una atmósfera tibia y perfumada, ante paisajes risueños iluminados por un sol radiante. A esta grata sensación, que experimentamos todos los viajeros, el grande humanista debió añadir otra, más delicada y más intensa: el encanto de conocer por fin a la Italia, cuna del Renacimiento, de penetrar en esta prodigiosa tierra, la única de la Europa que las obscuras sombras medioevales apenas si alcanzaron a entenebrecer, pues -como dice Macaulay- 'la noche que descendió sobre ella fue una ártica noche estival, en que el alba comenzó a aparecer antes que los últimos reflejos del crepúsculo se hubiesen desvanecido en el horizonte'. En realidad, gracias a la protección del Imperio de Oriente, todavía se conservaba mucho del antiguo refinamiento y cultura clásicos en Nápoles, Sicilia, en el Exarcado de Ravenna cuando ya el Dante produjo su Divina Comedia y cuando la generación siguiente se dedicó con entusiasmo al estudio de las letras clásicas bajo la égida suprema del cantor de Laura. Seguramente recordándole, al divisar por primera vez la llanura lombarda cubierta. de verdura y de flores debió exclamar con él:

'salve oh! mansión de las musas salve oh! gloria del mundo'.

Apenas entrado en Italia, va a la Universidad de Turín y se gradúa de Doctor en Teología; y luego lleva sus pupilos a la de Bolonia. En esta ciudad le toca presenciar la imponente entrada triunfal del Papa Julio II, vencedor en la Romaña, con lo cual dice uno de sus biógrafos, un tanto volteriano, pudo ver lo que pocos mortales han visto: 'con una simple ojeada, la Iglesia triunfante y militante'.

Nunca olvidó la impresión que le hizo el Vicario de Cristo al verlo bajo arcos triunfales, blandiendo en alto una enorme espada, con gran coraza y con enormes botas; no era seguramente el Representante del Evangelio de Amor y Sumisión, de esa doctrina sublime que desdeña los bienes terrenales y que declara que su reino no es de este mundo, sino que era en realidad la imagen viviente del propio Marte.

No fué esto, sin embargo, lo único que le chocó al entrar a Italia. Este Príncipe de las letras, que comprendía tan bien el genio italiano, como hijo del Norte, era indiferente y casi hostil al lujo, al brillo, al esplendor de las pequeñas Cortes italianas y sobre todo a la magnificencia, verdaderamente romana, que resplandece en sus Catedrales y Santuarios. En esto, como en muchas otras materias, su espíritu se acerca al de los hombres de la Reforma, pero sin llegar a sus conocidas exageraciones, sin aproximarse a sus horrores iconoclastas; más que al de un Lutero o de un Calvino su modo de pensar se aproxima al de nuestro Fray Luis de León, a quien

' ... no le enturbia el pecho De los soberbios grande el estado, Ni del dorado techo Se admira, fabricado Del sabio moro, en jaspes sustentado'.

De Bolonia va a Venecia en busca del extraordinario centro de cultura griega que ha sabido formar en torno de su casa impresora el famoso Aldo Manuzio, con el firme propósito de conocer e ingresar a la 'Academia de Aldus', como la llama el público; a la Neaccademia nostra, como modestamente la llama Manuzio; a la Academia della Fama, como la ha llamado la posteridad.

El distinguido humanista que fué Aldo Manuzio, con mirada certera, comprendió que la Italia debía aprovechar y no dejar dispersarse a los griegos que la conquista turca había obligado a emigrar de Bizancio y a refugiarse transitoriamente en Venecia. Uniendo al pensamiento la acción fundó con ellos una gran casa editora, especializada en obras griegas, inventó la tipografía griega y reunió en su casa, una vez por semana, a todos ellos en una Academia Griega para estudiar y discutir obras clásicas y en la cual, so pena de multa, no se podía hablar sino griego.

Hoy nos parece extraño que pudiese ayudar a la prosperidad de los negocios de un impresor la existencia, dentro de su propio establecimiento, de una Academia griega; pero hay que tener presente que en el prodigioso período del Renacimiento todos los hombres de letras italianos hablaban el griego y pasaban su vida descifrando y comentando papiros y pergaminos de la Grecia clásica; que en aquellos años era verdad inconcusa que el griego abría todas las puertas y hasta hacía Cardenales y Embajadores. En todo caso llevó a Aldus -ya que no a la fortuna, pues murió pobre- a la gloria imperecedera y a una labor que con razón él llamaba de 'Sísifo'. Tanto era el trabajo en el establecimiento y tan grande el deseo que despertaba el visitarlo que Aldo tuvo que poner a sus puertas un cartel latino que decía: 'Sé breve, a menos que vengas a prestar una ayuda como Hércules ayudó a Atlas extenuado de fatiga'.

Erasmus, desde el primer momento, se incorporó en la Academia, y en la casa impresora fue el Hércules que se necesitaba. Durante su permanencia en ella la Casa Aldo dobló su producción, a pesar de que a su llegada ya publicaba un volumen griego cada mes, con una tirada de mil ejemplares. Esta redoblada actividad no perjudicó en lo más mínimo a la excelencia de las impresiones, ya proverbial en toda Europa, cuyos grandes potentados se arrebataban los infolios con 'el ancla y el delfín de Aldus'; antes bien se introdujeron entonces muchas novedades: lo que ahora llamaríamos 'ediciones económicas', es decir, libros en octavo menor,que pueden llevarse en el bolsillo, pero con letra pequeña, de modo que en cada página tienen tanta lectura como en un infolio; y la letra itálica o aldina, copiada de la hermosa escritura del Petrarca.

En sus 'Adagios', cuya segunda edición profusamente aumentada hizo publicar en aquellos días, al comentar el conocido proverbio latino 'Festina lenti' (Apresúrate, pero despacio), nos ha dejado una descripción del movimiento de los talleres de Aldus, que más parece una nota sobre una gran casa editorial de nuestros días; y de la vida en aquella casa y de los esfuerzos de Manuzio y sus amigos y colaboradores en pro de la cultura clásica. Allí compara la gloria adquirida por Tolomeo al formar una basta biblioteca, pero 'limitada por murallas' a la de Aldo Manuzio fundador de una biblioteca 'sin más límites que los del universo'.

Nunca hizo Erasmus en parte alguna tan completa vida de hombre de letras como en la encantadora Venecia, en la casa de Aldus. Tradujo allí las tragedias de Eurípides: Hécuba e Ifigenia en Aulide, que la empresa de Aldo se encargó de editar primorosamente; pero su obra capital, salida de estas prensas, fue la segunda edición de sus 'Adagios' que le dió inmediatamente un elevado sitio en el Areópago literario del mundo. En su prólogo da las gracias a Aldo Manuzio y a sus compañeros de Academia por el concurso que le han prestado al facilitarle manuscritos griegos de valor inapreciable, poco ha venidos de Bizancio o adquiridos a gran costo, por Manuzio en Polonia; Bohemia y Hungría; y por las facilidades extraordinarias de que gozaba en la imprenta que le permitían mandar -como los periodistas modernos- sus cuartillas a las cajas a medida que las iba escribiendo!

¿Cuántas veces en estas horas dichosas, no pensaría Erasmus en las semejanzas y contrastes entre la ciudad en que naciera y la en que ahora se hallaba? Ambas eran entonces de los más grandes, emporios comerciales del mundo: la una ejercía su influencia poderosa en todos los mares del Norte y la otra casi monopolizaba el rico comercio del Oriente; las dos están surcadas de canales en que apenas si caben las barcas llenas de los frutos más variados, con los productos de las industrias más raras y de los países más remotos; pero mientras Rotterdam tiene canales nebulosos, fríos, bordeados de mezquinas construcciones mercantiles, Venecia en cambio tiene canales risueños, llenos de sol, recubiertos de mármoles, flanqueados de soberbios palacios relucientes de mosaicos. Sólo su propia vida presentaba contrastes mayores: en la tierra en que naciera llevó siempre una existencia triste, obscura, humilde, escondida para ocultar la vergüenza de su nacimiento: acá, en la Reina del Adriático, vivía en el esplendor, agasajado por todos, en la brillante madurez de su inteligencia poderosa, dominando, merced a ella, en todos los salones y en todas las academias de la opulenta metrópolis.

Su deseo de conocer las grandezas espirituales de la célebre Universidad de Padua le hacen abandonar Venecia e ir a perfeccionar su griego en ese renombrado centro de cultura; pero la guerra que Julio II hacía a la República del Adriático le forzó a interrumpir muy luego estos estudios y a decir 'malditas guerras que me obligan a abandonar estas comarcas que cada día quiero más', e ir a la brillante Corte de Ferrara, en donde el Ariosto componía su Orlando y, siguiendo la gloriosa senda abierta por el Dante y el Petrarca, difundía el amor al cultivo de las letras italianas.

Durante este viaje por Italia no tiene ya los contornos burdos de los frailes flamencos o alemanes; su convivencia con la aristocracia inglesa durante tres años hace sentir su influencia bienhechora; tiene los modales del gentilhombre, saluda con gracia, lisonjea, todo 'a pesar de Minerva', como con excesiva modestia él mismo solía decir.

Aquí en Ferrara quedó encantado con la famosa Lucrecia Borgia. Sin duda que en esta fascinación influyeron de un modo decisivo las condiciones del curioso espíritu de aquella mujer tan discutida, porque, aunque sabemos que Erasmus no era insensible a los atractivos femeninos, aún mas que era un admirador entusiasta de la mujer hermosa -tanto que recordó toda su vida a algunas bellezas de Albión y que en Francia dejó fama, este admirador de las musas de que de sobremesa sabía muy bien requebrar a las mozas- ni la edad, ni el físico de Lucrecia permitían pensar en encantos de otro orden. Se conserva en el Vaticano, en una de las piezas del departamento Borgia, un gran fresco del Pinturicchio: 'La Disputa de Santa Cataluña', lleno de retratos de la Corte de Alejandro VI. El Emperador es el Duque de Gandia, César Borgia está de turco y Santa Catalina es Lucrecia. A pesar de sus cortos años no llama ahí la atención por su hermosura: es una muchacha de mirada ingenua, con sus largos cabellos rojizos completamente sueltos, que discute de teología con el Emperador, contando los argumentos en los dedos de las manos, sonriente, alegre; por lo demás, sus admiradores le celebraron siempre '1'allegrezza e la grazia' nunca su belleza, y Erasmus nos encomia su griego, como celebra la cultura esmerada de Isabel de Este, duquesa de Mantua y la de 'muchas otras nobles damas que hay en Italia que pueden rivalizar en ingenio y cultura con cualquier hombre de letras'.

Esta vida agradable, hermosa, entre hombres y mujeres de letras, en la acogedora Corte del Duque de Ferrara, le retiene algún tiempo; pero el atractivo de la Ciudad Eterna se sobrepone y al fin de muchas vacilaciones se dirige allá.

La partida de la Corte de Ferrara fué dolorosa, pero tenía razón para hacerla, pues hay que conocer a Roma, ya que ninguna otra ciudad produce la impresión que ella, ninguna otra hace meditar como Roma en las vicisitudes de la fortuna. Especialmente en aquellos años, contemplando su pasada grandeza y su miseria, que proclamaban las ruinas de sus palacios soberbios y Basílicas suntuosas, de sus templos gigantes alzados a Dioses creídos inmortales, sus Termas y Circos fabricados para deleite del pueblo-rey, se tenía que sentir intensamente cuán efímera es la obra del hombre, cuán transitoria es su grandeza. En aquel entonces el infortunio de Roma impresionaba más que ahora al viajero, pues no existían los maravillosos edificios religiosos y civiles que hoy la engalanan, sólo había, por doquiera desolación y ruinas; es a aquella época a la que se refieren los memorables tercetos de Quevedo:

Solo el Tibre quedó, cuya corriente, si ciudad la regó, ya sepoltura la llora con funesto són doliente. ¡Oh Roma! En tu grandeza, en tu hermosura huyó lo que era firme y solamente lo fugitivo permanece y dura.

Pero entre esas ruinas venerables había entonces otras cosas más fugitivas y sutiles que no han huido y no abandonarán nunca a la Ciudad Eterna: fuerzas invisibles pero muy poderosas que atraen a peregrinos y artistas, que arrastraron y encantaron a Erasmus: el sentimiento religioso y el amor a las letras y las artes.

Cuando llega a Roma, su fama le ha precedido y le tiene abiertos todos los salones, y un sitial de honor siempre listo en todas las Academias y Corporaciones sabias, de modo que en pocos días conoce a todos los humanistas, que le llevan a sus valiosas bibliotecas particulares y a la asombrosa del Vaticano, que dirige uno de sus discípulos.

Pero este infatigable adorador de las letras es también observador maravilloso y con pasión se entrega a observar; de modo que en poco tiempo descubre contornos luminosos y rasgos grises y sombríos, y domina el curioso claro-obscuro de la asombrosa sociedad romana de comienzos del siglo XVI.

En muy pocos años, al soplo mágico del Renacimiento, la ciudad ha más que doblado su población, sus habitantes pasan de cien mil, se construye febrilmente: el Bramante y Miguel Angel alzan fábricas soberbias que luego decoran Rafael, Leonardo, Ticiano, etc.

Pero al lado de esta prosperidad material, estos refinados humanistas, de maneras elegantes, que crean este movimiento intelectual y artístico que reemplaza las ideas y las formas medioevales por ideas y formas nuevas derivadas de las de la antigüedad pagana y que crean nuevos métodos científicos, resucitan también la filosofía griega, se hacen más platónicos que cristianos, sostienen que las creencias no se justifican por la autoridad sino por la crítica, que la fe ciega debe ceder el paso a la razón ilustrada; son hombres con más letras que fe -hay algunos completamente materialistas- algunos magnates tienen más fausto que piedad y antes que Príncipes de la Iglesia, parecen más bien Príncipes paganos, y a veces, hasta el propio Vicario de Cristo semeja más bien un César romano. Durante la Semana Santa dijeron algunos de estos hombres de letras, a Erasmus, que no perdiese la plática del Viernes Santo, pues estaba a cargo de un orador notable. 'No falte, le decían, oirá la lengua romana por una boca realmente romana'. En realidad, el sermón fue hermosísimo, con una dicción maravillosa, con un lenguaje realmente romano de la mejor época: todas las palabras eran tomadas de Cicerón, las imágenes y todas las figuras de retórica eran también ciceronianas. Al Papa Julio II, que asistía a la ceremonia, se le llamó 'Júpiter Magnánimo y Todopoderoso', se habló después de la abnegación de Decius, de Quinto Curcio, de Régulo, del heróico sacrificio de Ifigenia; pero no se pudo nombrar a Jesucristo porque el nombre del Salvador del Mundo no está en Cicerón!

Su prodigioso espíritu de observación le permite también descubrir a muchos dignos sacerdotes tan llenos de piedad como de letras, de modestia como de ciencia cuyo modelo es, a su juicio, Egidio Viterbo, más tarde Cardenal de grande influencia; todo lo cual le permite decir con perfecta sinceridad: 'todo me seduce en la sociedad romana, su intelectualidad y su piedad'.

Contrasta esta impresión con la que tres años después hiciera a ese otro agustino, tanto o más célebre que él, al Padre de la Reforma, a Martín Lutero. ¿qué debemos atribuir conclusiones tan diversas en dos hombres eminentes y educados en la misma regla?

A nuestro juicio, la explicación está en el dicho de Erasmus: 'Decididamente hay de todo en el Alma Urbs& En realidad, ¿qué no se ve en el Alma Urbs?' En la Roma de entonces, como en toda gran ciudad, había grandeza y miseria -tanto moral como material- espíritus cultivados y espíritus sin debastar, gente refinada y culta y hombres groseros e ignorantes, caballeros del ideal y adoradores de Venus y de Baco, místicos y materialistas, gentes piadosas, devotas, observantes de los preceptos cristianos y gentes descreídas, alegres y ligeras, entusiastas cultivadores del concepto horaciano de la vida, sintetizado en el 'carpe diem quam minime credula postero', en el 'aférrate al presente, no esperes nada del mañana' que constantemente repetían los amigos del poeta y que aún recuerda la juventud romana.

Además, Erasmus y Lutero, aunque visitaron a Roma casi a un mismo tiempo, se movieron en mundos muy distintos y conocieron a gentes que, aunque convivían en la misma ciudad, mantenían su espíritu en regiones muy diversas. Erasmus -una celebridad mundial- fué atendido y agasajado por los hombres de posición, festejado en todos los Palacios, honrado en todas las corporaciones, colmado de honores; se movió entre la gente de la Corte. en el mundo político, en el mundo de las letras, pasó sus días de Roma entre humanistas, fué amigo de Juan de Médicis, elegido Papa en esos días y del famoso Cardenal Doménico Brimani, ambos espíritus refinados, cultores de las artes y de las letras y perfectos observantes de las prácticas cristianas. Lutero, en cambio, llegó solo, a pie, desconocido, se alojó en posadas humildes o en Conventos de la Orden, fue a defender un juicio que no pudo ni aún iniciarse; tuvo que sufrir la insolencia de la burocracia civil y judicial, siempre y en todas partes, majadera y de espíritu mezquino; y muy desvergonzada en la Roma de los albores de la Edad Moderna. Cuando deseó quedarse allí para estudiar, lo obligaron a regresar a su tierra, por carecer del permiso requerido de su superior jerárquico; sólo alternó con frailes o personas modestas, de baja condición, es decir, con gentes siempre inclinadas a vilipendiar a los grandes.

El uno era un maravilloso observador, adiestrado por su ciencia y por sus años -pues ya tenía más de cuarenta-; el otro un observador novel: tenía apenas veintiocho años. Algo que caracteriza a estas dos grandes personalidades, de espíritu tan diverso, es el modo cómo apreciaron a Paschino. Lutero creyó que eran verdad todas las diatribas contra los funcionarios romanos, todos los escándalos achacados á los Príncipes, a los Cardenales y hasta al mismo Papa; Erasmus sólo vio, lo que ahora todo el mundo ve en los pasquines de oposición del mundo entero: una prueba manifiesta, irrecusable de respeto por la libertad de opinión. El Reformador le tomó después de modelo en su campaña contra La Curia Romana, en que prodigó sus furiosas invectivas; al hombre de letras le inspiró su famoso 'Elogio de la Locura', ese libro, satírico por excelencia, en contra de los frailes que llevaban una vida excesivamente materialista, que le hizo célebre en pocos días, que se arrebató la Europa entera y que hasta hoy lee con delicia todo ser con espíritu satírico, un tanto volteriano.

Antes de lo que hubiera deseado tuvo que dejar a Roma y, como todos, la dejó con pena. Al contemplarla por última vez, desde una colina distante, sobre su pobre mula de alquiler, dice que se le oprimió el corazón, pero como todos se hizo la formal promesa de volver, para gozar una vez más de sus encantos, pero ¡ay! como ha pasado a muchos, el pobre Erasmus no pudo realizar este noble anhelo de su espíritu. Nunca más volvió a esa, ciudad encantadora, a pesar de su grande amor a Italia que le hacía decir constantemente: 'ningún pueblo me inspira tanta simpatía como el pueblo italiano '.

De ahí se dirige a Flandes, en donde ve a sus amigos de Lovaina y Amberes y, por última vez, a su hermano, siempre modestamente encerrado en su convento desde los dieciocho años. Después pretende llegar a Inglaterra, en donde ya está de Rey el famoso Enrique VIII, con quien ha tenido intimidad cuando aun era Príncipe heredero, y de quien espera mucho para la grandeza del humanismo en los países del norte de la Europa. Desgraciadamente la Inglaterra sufre un riguroso bloqueo que no le permite, ni a él atravesar la Mancha ni a los subsidios de sus amigos y discípulos ingleses llegar hasta el Continente, de modo que la brillante expectativa de sentirse en la Corte de un gran Rey, que es su amigo íntimo y un gran protector de las letras se le torna en la dura realidad de meses de vagancia, zozobra y gran pobreza.

Al fin logra pasar a Inglaterra y se establece en Londres, en casa de su amigo el gran filósofo Tomás Moro, en donde escribe su obra más conocida, la que le ha dado mayor fama, la única suya que hasta hoy se lee: 'Encomium Moriae', el famoso 'Elogio de la Locura', como ahora se le llama, que, como hemos dicho, fue ideado en Roma y parece que inspirado por las travesuras de 'Paschino'.

Accediendo a un pedido de otro amigo suyo, tan grande humanista como Moro: el Obispo de Rochester, John Fisher, va a la Universidad de Cambridge y se establece en el Queen's College, de que Fisher era Presidente, y poco después pasa al Colegio de Santa Margarita, en donde hace clases de teología y de griego. Estos cursos no pueden haber sido de grande importancia, pues no gustaba de la teología, y en cuanto al griego -aunque ya lo dominaba muy bien- hizo sólo un curso elemental, a juzgar por los textos que usó; pero lo que quería Fisher era retenerlo en Cambridge, aprovechar para esa Universidad toda la vasta influencia benéfica que siempre significa, para una sociedad determinada y muy especialmente para una Universidad, la presencia de un sér superior, que provoca a su alrededeor la llama del entusiasmo con la misma facilidad que una chispa desprendida del cielo inflama las hojas secas de la selva y crea el fuego vivificador.

En Cambridge cumplió magníficamente con su misión, pues así como el sol desgarra las nieblas, apenas aparece, así su sola presencia inculcó el amor a las letras y provocó el Renacimiento; ésta será siempre una de sus mayores glorias. Además, dio él mismo, e hizo dar a otros, esas pruebas de nobleza moral que enaltecen a los hombres y a las instituciones. Los honorarios de estos cursos de teología y de griego, en el Colegio de Santa Margarita eran muy escasos; pero había la antigua costumbre, sancionada por los reglamentos universitarios, de que los alumnos pagasen pequeños derechos de matrícula y de asistencia. Este grande humanista, al que algunos hacen el cargo de ser un perpetuo solicitante de dinero, se negó terminantemente a recibirlos porque bien sabía lo que era ser alumno pobre. Conocido ésto por algunos grandes señores, especialmente eclesiásticos, le enviaron gruesas sumas o le fijaron grandes pensiones, con las que este infatigable estudioso aumentó su bien seleccionada biblioteca.

Luego este mismo ardoroso deseo de instruirse le hace regresar al Continente y visitar de nuevo a las Universidades y a los sabios de Francia y Alemania y va a Basilea que, gracias a los conocidos impresores Froben y Auerbach, era el centro del comercio de libros del Imperio.

En Basilea -que debía ser el lugar de residencia en sus últimos años- tuvo desde el primer instante una acogida magnífica; su llegada fué un gran acontecimiento para la ciudad; se le hizo una recepción oficial en que tomó parte todo el pueblo y recibió las congratulaciones del Obispo, del clero, del Municipio y de la Universidad.

Comienzan aquí sus grandes días, aquellos en que todos los Príncipes y grandes de la tierra, los Obispos y las ciudades se disputaban el honor de agasajarlo, de contarlo entre sus huéspedes ilustres; todos le escriben, todos le invitan y a todos contesta con cortesía, pero declinando los honores, pues prefiere su modesta medianía pecuniaria, pero realzada por su independencia absoluta, a la fastuosa vida en opulentos palacios y castillos pero con la librea del protegido.

Luego entra en relaciones con la Casa editora de Froben de la cual pasa a ser el alma. En realidad era Erasmus el hombre que se necesitaba para dar impulso a la Empresa y convertirla, como en realidad se consiguió en muy poco tiempo, en la primera casa editora del Imperio y de la Europa.

Froben no era por cierto un Aldo Manuzio por su cultura, pero sí por su amor a difundirla. Bajo la hábil dirección de Erasmus se publican, con maravillosas introducciones y doctos comentarios, los clásicos griegos y romanos, e in extenso los Padres de la Iglesia y miles de folletos a que tiene que atender la infatigable actividad de este hombre extraordinario. De las siete grandes prensas de Froben, tres están destinarlas exclusivamente a publicar las obras de Erasmus, y es fama que no estuvieron jamás paralizadas; durante los ocho años que duró esta situación la Casa Froben fué, sin disputa, la primera Casa editora de la Europa no solamente por el valor literario científico de las obras publicadas sino por su tipografía. Erasmus introdujo aquí la letra aldina que Manuzio había hecho calcar de la escritura del Petrarca, que usó por primera vez en una nueva edición de sus Adagios, y mil otras novedades del orden técnico. En estas materias la Casa Froben sólo fué superada, años después, por los Plantín de Bruselas, que contaban con el poderoso e incondicional apoyo de Felipe II.

En la Casa Froben no encontró Erasmus los encantos intelectuales de que disfrutara en la de Aldo Manuzio, no funcionaba allí una Academia griega; pero halló lo que más necesitaba, lo que y a reclamaban urgentemente sus años: un hogar que nunca había tenido y afectos de familia, que jamás había sentido. En realidad el hogar de los Froben fué el único que conociera este hombre infortunado y el cariño de ellos y de sus hijos y nietos los únicos grandes afectos de vida.

El tiempo que permaneció en Venecia, en casa de Manuzio, entre los hombres eminentes de la famosa Academia griega, fué, como dijimos, la época de su vida en que más que nunca llevó la brillante existencia de un hombre de letras; los años que pasó en la casa de Froben, en Basilea, fue su período de mayor actividad intelectual, pues al gran trabajo que tenía como inspirador y guía de la casa editora unía la abrumadora tarea que le imponía, la atención de su correspondencia particular con el orbe entero. 'Recibo diariamente, ha dicho, cartas de las partes más remotas, de reyes, príncipes, prelados y hombres de ciencia y aun de personas de cuya existencia no tenía siquiera conocimiento'. A todos contesta, a todos disipa sus dudas; ahora sí que es realmente 'el deseado bien amado' de todos los que acuden a él, como peregrinos al santuario: con el alma presa de inquietudes y en busca de consuelo. Constantemente decía: 'todo lo que deseo es una vejez tranquila' y sólo lleva una vida de penoso trabajo que es en realidad un suicidio lento por la humanidad, pues a pesar de su salud miserable no tiene un instante de descanso, y entre fatigas de muerte tiene que dictar cartas, preparar libros y corregir pruebas.

De tarde en tarde hay seres superiores a los cuales toca este fatigoso y brillante lote en la vida. El mundo del Renacimiento y la Reforma, todo el siglo XVI converge a Erasmus, como toda la filosofía del siglo XVIII se dirige a Voltaire, como todo el mundo romano en la agonía de la República busca amparo y guía en Cicerón, y los tres consumen su existencia escribiendo cartas de consuelo, adoctrinando al mundo.

Por lo demás, su existencia en Basilea es encantadora rodeado de la consideración de todos los ciudadanos, en el hogar de su querido amigo Froben. Como son los años en que la imprenta está en la cuna, en que son muy escasas las empresas editoriales y más escasas aún las de fama mundial, de las cuales la de Froben es la primera, su permanencia al frente de ella, como su inspirador y consejero le dio una situación mundial expectable, análoga a la, que en el siglo pasado tenían los directores y redactores de los grandes diarios europeos. Mas estos años deliciosos fueron 'verduras de las eras': su amigo Froben, joven aun, rueda de una escalera de los talleres y muere a su vista, pero sobre todo ¡triste cosa! ve amenguarse su espléndida e indiscutida primacía intelectual a impulsos de los desgraciados sucesos que para él acarrea la Reforma.

El mundo se envenena rápidamente con la intolerancia religiosa y luego se ensangrientan el Imperio y la Europa entera. Aunque hace esfuerzos inauditos por mantenerse alejado de la contienda, que él -con criterio de hombre superior- cree que no deben resolver las masas ignorantes, sino los hombres de gran cultura y aunque hace llamados; repetidos a la paz y a la concordia, nada consigue, salvo indiferencia, desvío, ingratitud y hasta odio. Dice a Lutero: 'me parece

que se gana más con la moderación y las buenas formas que con la pasión. Es así como Jesucristo conquistó el universo& Es preferible escribir contra los que abusan de la autoridad papal que contra el Papa mismo& no hagamos nada ni arrogante ni faccioso, pues creo que no es conforme con el espíritu, del Cristo'; y a uno de sus amigos, gran partidario de la Reforma: 'El celo religioso debe tener libertad de palabra, pero sazonada de cuando en cuando con la miel de la caridad... Se sirve mejor mostrando cuanto se alejan de la verdadera religión los que bajo la insignia de Benito, de Francisco o Agustín, viven para el vientre, para la boca, la lujuria, la ambición, la avaricia que declamando contra la institución misma de la vida monástica'. En esto, como hemos visto, había dado el ejemplo publicando su 'Elogio de la Locura' en que fustiga implacablemente a esta clase de frailes.

Al Emperador le escribió aconsejándole no combatir la nueva doctrina con la violencia sino 'con una seria reforma de las costumbres del mundo y de la Iglesia', y al Elector Federico el Sabio de Sajonia, expresándole que a su juicio 'Lutero debe ser juzgado por hombres sabios y piadosos'.

Al Papa León X humildemente le rogó en numerosas cartas, después de su famosa Bula de excomunión 'Exsurge Domine' -de la que acostumbrara decir que 'respiraba crueldad y no el pensamiento dulce y benévolo de nuestro Soberano Pontífice'- que suspendiese dicha excomunión y que procediese con paternal cariño, y a uno de sus sucesores, el Papa Adriano VI, estos consejos de gran político: 'La enfermedad es demasiado grande para que pueda ser curada a sangre y fuego; hay que hacer concesiones de ambas partes, dejando, por cierto, intacta la doctrina sobre la cual reposa la fe'. Y en otra ocasión, en una carta más íntima, este noble concepto: 'Si se ha resuelto acabar con el mal con prisiones, torturas, confiscaciones, destierros, suplicios, mis consejos están demás. Creo, sin embargo, que un procedimiento más humano agradará más al hombre de carácter dulce que sé que eres, y que te sentirás más inclinado a curar los males que a castigarlos. Dad, al mundo la esperanza de que se remediarán los abusos de los cuales con razón se queja y todos los corazones se regocijarán'.

¡Qué serenidad de juicio! ¡Qué tranquilidad de espíritu!.

Con cuánta razón ha dicho Grotius: 'él fué el único que supo señalar con precisión el camino para una Reforma razonable'.

Y esta placidez de espíritu, esta serenidad era la característica no solamente de sus cartas sino de todas sus producciones que a su vez tenían el raro privilegio de trasmitirla a los lectores. Sus obras extinguían todas las pasiones, no solamente las bastardas, sino también las más nobles, al menos así parece desprenderse de la impresión que una de ellas 'El manual del soldado cristiano', hiciera al ardoroso paladín de la contra-reforma, al gran Ignacio de Loyola. Cuenta su biógrafo el Padre Rivadeneyra que, mientras estudiaba humanidades 'prosiguiendo en el estudio de sus letras, aconsejáronle que leyese el libro De Milite, christiano de Erasmo& Comenzó con toda simplicidad a leer en él con mucho cuidado; pero advirtió una cosa muy nueva y muy maravillosa, y es que en tomando este libro de Erasmo en las manos y comenzando a leer en él, juntamente se le comenzaba a entibiar su fervor y a enfriársele la devoción. Y cuanto más iba leyendo, más crecía esta mudanza. De suerte que cuando acababa la lición, le parecía que se le había acabado y helado todo el ardor que antes tenía, y apagado su espíritu y trocado su corazón, y que no era él mismo después de la lición que antes de ella. Y como echase de ver esto algunas veces, a la fin echó el libro de sí, y cobró con él y con las demás obras deste autor tan grande ojeriza y aborrecimiento, que después jamás no quizo leerlas él, ni consintió que en nuestra Compañía se leyera, sino con gran delecto y cautela'.

¡Grande debía ser la influencia tranquilizadora de las obras de Erasmus cuando podían enfriar el fervoroso ardor de San Ignacio!

Desgraciadamente esta situación de prescindencia que tanto enaltece las calidades de su mente y de su carácter se le hace cada día más difícil y más dura.

Los católicos le dicen: '¿Por qué tardas en hacerte el campeón del catolicismo? Sólo tú puedes reducir a Lutero y sus doctrinas a la nada; ya que sólo tú eres más poderoso que las bulas papales y que los concilios. ¿ Será que eres sólo católico de palabra y no de corazón? Si lo eres realmente de corazón, ¿por qué no te alzas en contra de Lutero y lo aniquilas?' Y a todos estos argumentos destinados a halagar su vanidad de hombre superior, los frailes, sus eternos enemigos, agregaban: 'es evidente que él aprueba y anima en secreto lo que no quiere atacar en público'.

En cambio, por su parte, los luteranos se decían: 'Es un tránsfuga, puesto que en un principio nos ayudó y ahora nos abandona. Que había en su conducta cobardía o hipocresía o celos de reformador tímido sobrepasado por otro más audaz, y repetían por todas partes el dicho, que ha llegado hasta nosotros: 'Lutero sólo empolló los huevos dice Erasmus había puesto'.

Más tarde, cuando la lucha se enardeció, las torturas aumentaron; todas sus cartas de aquella época así lo manifiestan. En una de ellas dirigida a un amigo de confianza, se leen estos tristes conceptos: 'Antes de que esta querella se envenenase yo mantenía con casi todos los sabios de Alemania, relaciones literarias llenas de encanto para mí. De todos esos amigos, algunos se han enfriado, otros se han convertido en contrarios, y no faltan otros que se, manifiestan públicamente mis enemigos y que amenazan con perderme& Ha sido una gran desgracia para mí que esta tempestad mundial haya venido a sorprenderme en un momento de mi vida en que tenía derecho a contar con un reposo bien merecido por mis largos estudios'.

En otra carta dirigida a su ex-condiscípulo de Lovaina el Papa Adriano VI, repite casi las mismas palabras, qué reflejan el estado de su alma adolorada: 'La benevolencia que antes me dispensaban o se ha enfriado o se ha tornado en ira. A mí que antes era calificado en cien cartas de héroe tres veces grande, de príncipe de las letras, de astro de la Germania, de sumo-sacerdote de las bellas letras, de vengador de la verdadera teología, hoy en día o se me pasa en silencio o se me prodigan calificativos del todo diferentes. No echo de menos esos títulos vanos que no conseguían sino fastidiarme; pero ¡cómo no ven tanta gente desencadenada en contra mía, que me amenaza con sus odiosos libelos, que me amenaza de muerte si me inclino al partido contrario!& '

Cuánto cierto es que no hay situación más difícil e ingrata que la del sabio sereno y justiciero que no se abanderiza y que presta ayuda y amparo a todo el que lo merece y solamente hasta donde lo merece!

La vida se le hacía a cada instante más y más difícil; pero este hombre -a quien algunos motejan de una debilidad casi delictuosa-se obstinaba sin embargo en permanecer neutral, en no participar en modo alguno en el apasionante conflicto que tan hondamente dividía a la cristiandad y continuaba en su actitud de rigurosa prescindencia con la misma inflexibilidad con que desde un principio resistiera a los ruegos que, para que entrase en el acto en batalla, le hicieron el Emperador, el Rey de Inglaterra, los Papas y todos los Príncipes y grandes de la tierra. Persistía en esta firme resolución aunque con pesar veía que, ante los ojos de sus apasionados contemporáneos, esta actitud de serena prescindencia aminoraba su prestigio de humanista y amenguaba su fulgente gloria. Pero lo que no habían obtenido estas órdenes, disfrazadas de ruegos, ni la justa veneración por su querida gloria, lo consiguió, su intenso amor por las letras, pues, en cuanto comprendió que si dejaba difundirse la teoría básica de la Reforma: la predestinación, la propia cultura humana estaba en peligro, no vaciló en tomar parte en la batalla y en bajar a la arena como el adalid de libre albedrío.

La noticia de que al fin Erasmus se decidía a la acción recorrió velozmente toda la Europa y era tal la situación expectable de este hombre superior que con razón dice uno de sus biógrafos: 'la sola nueva de que Erasmus iba a tomar la pluma produjo en la Europa más ruido que los preparativos de la batalla de Pavía'. Le colmaron de felicitaciones los cultos y los ignorantes, sus amigos y los que no le conocían, y de insultos y amenazas sus enemigos. Así, a la edad en que otros descansan, ya sexagenario, fue, como él mismo dijo: 'violentamente empujado a la arena de los gladiadores, llevando en sus manos la red y no la lira'. El comprendía que debía defender el libre albedrío, pero sabía también que el terreno en que se iba a plantear la lucha no le era el más propicio y que ni su edad ni su salud eran las requeridas para tan ardua empresa. Todas sus cartas de esta época manifiestan este convencimiento que, como es natural, él expresaba de una manera encantadora. En una de ellas, a su amigo Fisher, el Obispo dé Rochester, le decía: 'Hice el tratado del libre albedrío, sabiendo muy bien que no me batía en mi terreno. Estaba en mi destino que a la edad que tengo, de adorador de las musas me convirtiese en gladiador& Laberio, forzado a entrar en la escena, de orden del César, deplora la afrenta que se le hace a sus sesenta años; había salido de su hogar como caballero romano, volvería a ella de histrión. ¿ No estaré en el caso de Laberio?'

Erasmus (continuacion)

Por cierto que no lo estuvo. De esta contienda salió victorioso, con todos los honores del triunfo y con un laurel inmarcesible, aun más que reverdece con el tiempo, pues si en aquellos años el nombre de Lutero pudo hacer sombras al suyo, hoy todo el mundo sabe que la humanidad no puede vacilar, como dice su mejor biógrafo moderno, Desiré Nisard, entre 'Lutero negando el libre albedrío, y reemplazando el dogma por el dogma, o más crudamente, la superstición por la superstición y Erasmus vindicando para el hombre la libertad de conciencia, dudando del dogma en todas sus formas y substituyendo por primera vez al catolicismo dogmático la palabra sublime de filosofía cristiana'.

Al fin salió su esperada y temida defensa del libre albedrío y, como era natural, fué acogida con entusiasmo por los grandes de la tierra, con Carlos V y Clemente VII a la cabeza, por todos los hombres de letras del mundo, hasta por el propio Melanchton -el sincero porta-estandarte de Lutero- por las grandes Universidades -incluso la Sorbonne, que por un momento olvidó su constante hostilidad- y hasta por los frailes, sus irreconciliables enemigos. Lutero, que había tratado de impedir su aparición, ya tratando de amedrentarle, ya coaligando en su contra a los grandes impresores alemanes -incluso a los Froben- no pudo replicar, sino después de tres años, con su Servo Arbitrio lleno de injurias groseras, ¡tan anonadado se sintió!

Como una muestra de la factura de ese tratado y de los esfuerzos de su autor por conciliar el libre albedrío con la presciencia divina, y con la gracia reproducimos aquí la definición del libre arbitrio, que traducimos de la versión francesa de Desiré Nisard

'Hay en todas las acciones humanas un comienzo, un progreso y un fin. Los partidarios del libre albedrío atribuyen a la gracia los dos extremos y no admiten la intervención activa del libre albedrío más que en el progreso, de tal manera que dos causas concurren simultáneamente en la obra de un solo y mismo individuo: la gracia de Dios y la voluntad del hombre; de estas dos causas la gracia es la principal y la voluntad no es sino secundaria y nada puede sin la principal, la cual por el contrario se basta por sí sola. Pasa con esto como con el fuego que quema en virtud de su propiedad natural pero en que la causa principal es Dios que procede por medio del fuego, mientras que el fuego nada puede si se sustrae a ella. Es por esta justa consideración que el hombre debe poner en manos de la gracia divina la obra entera de su salud, ya que la intervención del libre albedrío tiene una muy pequeña parte y aun esa pequeña parte depende ella misma de la gracia divina, la cual fundó el libre albedrío y lo ha levantado y sanado de la caída que tuvo en la persona de Adan. Estas explicaciones deben apaciguar -en tanto que sean capaces de apaciguarse- a nuestros dogmáticos intolerantes que no quieren que el hombre tenga en sí mismo alguna cosa buena que no se deba exclusivamente a Dios. Sin duda a él se le debe, pero veamos cómo: 'Un padre muestra a su hijo, aun vacilante, una manzana colocada al otro extremo de la pieza. El niño cae, el padre lo levanta, el niño se esfuerza por llegar hasta la manzana, pero se va a caer de nuevo, a causa de la debilidad de sus piernas, si su padre no le tiende la mano para sostenerlo y dirigir sus pasos. Guiado por él llega hasta la manzana que su padre pone entre sus manos como premio a su pequeña travesía. El niño no habría podido levantarse si su padre no le hubiese ayudado; no habría visto la manzana si su padre no se la hubiese mostrado; no habría podido avanzar si su padre no le hubiese sostenido hasta el último durante su débil marcha; no habría podido alcanzar la manzana si su padre no se la hubiese puesto en las manos. ¿Es que entonces el niño nada debe a sí mismo en todo esto? Ha hecho seguramente algo, pero no tiene por qué vanagloriarse ni ensalzar el mérito de sus piernas. Dios es para nosotros lo que ese padre para su hijo. ¿Qué hace el niño? Se apoya en los brazos que lo sostienen; deja guiar sus pasos vacilantes por la mano que generosamente se le tiende. El padre podía llevarlo contra su voluntad hacia la manzana; el niñito podía resistir y desdeñar la manzana; el padre podía dársela sin hacerlo andar; pero ha preferido hacérsela ganar, porque eso era más conveniente para el niño'.

Nadie podrá, negar la estricta ortodogia de esta definición, ni su forma exquisita, ni su sencillez encantadora; pero ¡qué pena da ver tanto esfuerzo gastado para pretender conciliar lo inconciliable! Sólo hay una pena mayor: el ver cómo su adversario, el gran Lutero, el Padre de la Reforma, defendía la teoría contraria del Servo Arbitrio. 'Hay en

Dios, dice, una voluntad manifiesta y una voluntad secreta. Abiertamente Dios proclama su gracia por la cual el Hombre tiene que salvarse; pero secretamente fija quiénes participarán en esta gracia, por la cual únicamente se puede alcanzar la salud eterna, y cuáles serán los excluidos'.

Lutero defendió su tratado del Servo Arbitrio como su obra maestra, hasta el punto de llegar a decir: 'de todos mis libros es el último que quisiera ver morir'; sin embargo, no tuvo éxito, hasta sus partidarios más entusiastas comprendieron que en esta ocasión se le había escapado la victoria, que no era-al menos en esto-digno competidor de Erasmus.

Este último, para asegurar su triunfo, contestó con un nuevo tratado sobre la misma materia: su Hyperaspistés, al cual Lutero ya no replicó en público: pero del cual se ocupó, como del Libero Arbitrio, toda su vida y por los cuales prodigó a su autor, en toda ocasión y aun después de muerto, sus más gruesas, injurias, especialmente en sus famosas 'conversaciones de sobremesa.', publicadas por sus discípulos. Era natural que así fuera, pues éstos tratados le llevaron a extremar su doctrina de la predestinación hasta los excesos más inmorales, y es instintivo en el hombre el enfadarse con todo lo que le hace dar un traspié.

'Debió ser una gran alegría para Erasmus, dice uno de sus románticos admiradores, ver que el enemigo triunfante de los Papas se revolcaba de dolor a los golpes que él le había asestado'. Con todo, las dulzuras del triunfo le llegaron muy mezcladas de sinsabores, pues, como la atmósfera estaba muy caldeada y la discusión duró mucho, todos perdieron la calma, aun el propio Erasmus, y llegaron hasta insultarse. ¡Cuán cierto es que al cabo de media hora de disputa sobre la cuestión más baladí ninguno de los contendores puede conservar la calma, todos abandonan la razón y concluyen por no saber lo que dicen, y que los más suaves se tornan ásperos y los más tranquilos obstinados!

Durante el período más álgido de esta controversia a que lo había arrastrado la necesidad de defender el libre albedrío, se vió también envuelto en una contienda literaria con los ciceronianos. Aquí sí que realmente estaba en su terreno: en el pródigo campo de las letras, aquí sí que el grande humanista era el adalid sin par; no podemos, pues, extrañar que sus contrarios quedasen para siempre fulminados y ¡cosa curiosa!, que por esto mismo su hazaña nos parezca menor, casi sin importancia. Así sucede en realidad con todos los triunfos que van seguidos del aniquilamiento de los contrarios: las generaciones que siguen, las cuales no han siquiera oído hablar de los caídos y de sus teorías peregrinas, cuando estudian la contienda se extrañan de que hayan existido semejantes doctrinas y hombres serios que las sostuviesen, y olvidan por completo cuáles eran las respectivas posiciones antes de la batalla. Es lo, que ha sucedido a Erasmus en esta contienda con los ciceronianos.

Se llamaban así, durante el Renacimiento, los entusiastas e incondicionales admiradores de Cicerón, estos que, como hemos visto, no podían nombrar a Jesús porque el nombre del Redentor del mundo no lo pronunció jamás el Príncipe de los oradores romanos; estos que llamaban a Dios Júpiter Optimus Maximus, al colegio cardenalicio, padres conscriptos; a la vida eterna, sociedad de los dioses inmortales; a la excomunión, la interdicción del agua y del fuego; a la gracia de Dios, la munificencia divina.

Contra esta escuela literaria que desgraciadamente abarcaba a la Europa entera, que imperaba en todas las Universidades, a que sé sometían incondicionalmente todos los hombres de letras y la inmensa falange de sus imitadores; contra esta escuela tan reverenciada que amparaba nada menos que Guillermo Budé (Budeus), el célebre erudito francés que pasa por ser el fundador del Instituto de Francia, contra todos ellos escribió Erasmus su Dialogus Ciceronianus, como siempre en latín y en un latín realmente digno de Cicerón, con todas las bellezas del Maestro, que nunca alcanzaron sus pigmeos imitadores, porque, en vez de calcar como ellos sus períodos, repetir sus imágenes, sus sentencias, sus epifonemas, sus bromas ingeniosas, como Erasmus pensaba y hablaba en latín comprendía mejor al maestro y a su imitación remozó el lenguaje y le capacitó para expresar las ideas nuevas.

Cicerón, al iniciar su sin par carrera de hombre de letras encontró que el rudo y poco flexible lenguaje de sus antecesores era poco apto para expresar los complicados sentimientos de las nuevas generaciones y le agregó infinitos neologismos creados regular y discretamente, halagando a la vez la razón y el oído, y también una serie de giros nuevos, más galanos, imitados del griego. Así creó esa lengua maravillosa que en sus labios convulsionó a la Roma de los Cónsules y bajo su pluma aun llena de admiración al mundo. En su tiempo el latín era una lengua demasiado nueva, por eso la desarrolló y fortificó, pero dieciséis siglos después, estaba ya demasiado caduca, por eso Erasmus creyó necesario remozarla y con toda valentía procedió a ello e hizo del latín un ser vivo que volvió a servir para expresar todos los sentimientos, que progresaba cada día y no, como sus adversarios lo pretendían, un ídolo tan sagrado como inmutable. En esta polémica su victoria fue completa y ésta será siempre una de sus glorias; pero los vencidos contribuyeron no poco a amargarle los últimos años de su laboriosa existencia.

Era el sino de Erasmus el que no había de permanecer por largo tiempo en parte alguna, que por deliciosa que fuese la vida de que estaba disfrutando tenía que abandonarla. A veces la inquietud de su espíritu, ávido de saber, le hace cambiar constantemente de residencia, recorrer la Europa, visitar las Universidades, las Academias, las Bibliotecas y los Archivos famosos, las grandes casas impresoras, trabando conocimiento con todos los grandes humanistas, con los Príncipes protectores de las letras; otras veces son acontecimientos ajenos a su voluntad los que le obligan a cambiar de residencia: las pestes, las guerras, las contiendas religiosas.

En Basilea la lucha que atormenta todas las conciencias y que ensangrienta a la Europa ha estado contenida por la tranquilidad y sabiduría del Senado; pero al fin estalla y estalla con violencia. Los reformistas miran mal a Erasmus, pues unos le creen un contemporizador, un hombre tibio y otros llegan hasta acusarle de tránsfuga, pues sostienen que ha simpatizado con la Reforma, que ha envalentonado a Lutero y que después le ha abandonado por no perder los encantos de una situación tranquila, y respetada; a pesar de ésto, no se atreven a molestarle porque está en Basilea con la garantía del Senado y, más que todo, por su formidable situación internacional, de manera que no le obligan a dejar la ciudad. Debido a esto le toca ver una sangrienta lucha en las calles y en las plazas y al populacho enfurecido quemar, con rabioso celo iconoclasta, los santos de madera, las grandes telas con escenas bíblicas, destruir los mármoles, fundir los bronces que representaban imágenes de santos, lo que le hace decir estas ambiguas palabras: 'Y todo esto en medio de tales risas, que me espanta que los Santos no hayan hecho un milagro, ellos que antes los hacían tan grandes por ofensas tan chicas'. ¿ Son ellas la expresión de un sentimiento místico ofendido por la grosera actuación del populacho o la fría ironía de un escéptico? Imposible será el saberlo, pues cada cual las interpretará siempre al través de su propio temperamento. ¿ Fué sólo un deseo, en este apasionado de las letras clásicas; de hacer también él una frase sibilina? No es del todo imposible en un hombre del Renacimiento, de exquisita finura intelectual.

El fanatismo de los reformadores cunde: se prohibe la misa en toda la comarca y, so pretexto de impedir que se la diga en secreto, se allanan y profanan los hogares; Erasmus no puede sufrir estos ultrajes a la conciencia y a la libertas: y resuelve abandonar Basilea. En un principio la ciudad se opone, pero luego se llega a una transacción: que salga, pero con la, formal promesa de volver. Desgraciadamente, cuando todas las dificultades parecen vencidas y su equipaje va en camino y él mismo ya está en la nave que ha de conducirlo fuera del puerto, aparecen nuevas dificultades, el Senado pone nuevas objeciones a su partida y el grande hombre, cuya amistad buscan los poderosos, tiene que sufrir, de parte de los empleados inferiores de la ciudad, tantos o mayores vejámenes que aquellos tan conocidos que los funcionarios prusianos de Federico el Grande impusieron a Voltaire cuando éste consideró necesario poner término a su permanencia en Sans-Souci; pero al fin puede partir y llegar sin mayores dificultades a Friburgo, en donde se establece.

En ésta su nueva, residencia, le acosan la pobreza, las enfermedades y el mundo entero pidiéndole consejos sobre la cuestión que a todos angustia y apasiona, sobre la Reforma. De las dos primeras molestias -aunque graves- se va librando poco a poco; pero para sacudirse de esta última tiene que hacer obra de Titán escribiendo día a día a magnates de las artes y las ciencias, a. potentados civiles y eclesiásticos innúmeras y largas cartas recomendando la, tranquilidad, la tolerancia, recordando a cada cual el aforismo liberal, después sustentado por León XIII, e infortunadamente olvidado con demasiada frecuencia: 'que en todo error, por grande que, sea, hay siempre un alma de verdad', así, como siglos después el gran Voltaire tenía que recordar a sus conciudadanos que:

'souvent un peu de verité se mêle au plus grossier mensonge'.

El deseo de vigilar de cerca la impresión de su nueva obra 'Eclesiastes', que hacía editar en la casa Froben y el natural deseo de rever la ciudad en que tan gratos años había pasado, le hicieron volver a Basilea, que le recibió con alborozo.

Encontró allí una carta del Papa Paulo III, recientemente elegido, y con ella el ofrecimiento de un cargo de Cardenal y de una gruesa renta para mantener dignamente tan alto rango. Era esto, sin duda alguna, una gran distinción que le hacía la Iglesia, tanto más cuanto que el Papa le decía en su carta que quería honrar al Sacro Colegio 'con su ciencia y sus virtudes'; pero Erasmus declinó, muy agradecido, tan alto cargo, con la modestia de un hombre superior en ciencias y en virtudes, alegando su avanzada edad y sus achaques de salud. Se ha dicho por sus enemigos que no podía hacer otra cosa, pues de aceptar el cardenalato habría dejado de manifiesto, ante el mundo, que vendía su adhesión al Papado por un simple 'capello', olvidando que Erasmus estaba dentro de la Iglesia y que la defendía hasta donde él creía que debía hacerse; que el cardenalato le daba el rango de Príncipe, es decir, una situación tan alta y expectable que, ni aun en los democráticos tiempos actuales, son muchos los que tienen la tranquilidad para rechazarlo; olvidando que un reformador ardiente, en plena campaña, no puede recibir ni dignidades ni honores del enemigo a cambio de su misión o de su silencio, pero que es lógico que los reciba un esclarecido partidario, y que la aceptación de una gran dignidad papal que habría deshonrado a un Savonarola y cubierto de oprobio a Lutero y al Papa que la hubiese otorgado, no podía sino agregar un nuevo y justificado honor al plácido Erasmus. Creemos que la no aceptación de este cargo se debe exclusivamente a su modestia y al relativo poco aprecio que, en general, tienen los hombres realmente superiores por las formas eternas che la grandeza. También conviene no olvidar que su salud estaba en efecto muy comprometida. En aquellos mismos días escribió a uno de sus  amigos: 'Aquí (Basilea) me siento un poco menos mal, pues de encontrarme completamente bien, ya no tengo esperanzas, al menos en esta vida'.

Desgraciadamente esta pequeña y relativa mejoría duró poco. Muy pronto su salud empeoró tanto, que todos sus amigos y él mismo, creyeron que había llegado su último instante. Con todo no pierde su característico espíritu irónico; así, a algunos amigos que para distraerle le hablaban de letras, les dice: ¡Cómo es esto! ¿Nada de vestiduras rasgadas ni de ceniza en la cabeza? Horas después redoblaron los dolores y comenzó la agonía; momentos antes de expirar dijo sus últimas palabras: ¡Dios mío, líbrame!. ¡Dios mío, pon fin a mis males! ¡Dios mío, ten piedad de mí!

Este antiguo agustino murió sin clérigo alguno a su lado y cuando se abrió su testamento se vio que era uno realmente evangélico, en que no dejaba nada para misas como lo hacían invariablemente los católicos; ni nada para la propaganda de la Reforma copio lo hacían los luteranos; sino que dejaba todos sus bienes a los pobres y a los enfermos, y legados para ayudar a los estudiantes que fuesen una. esperanza para las ciencias y las letras.

Basilea, que le albergó cariñosamente durante muchos años de su vida, pero que también le hizo salir en busca de una paz que la intolerancia reinante no concedía, conserva un verdadero culto por la memoria de su hijo adoptivo. Mantiene la casa en que vivió y murió convertida en un museo erasmiano, en donde se pueden ver su testamento, escrito todo de su puño y letra; el anillo con que adornara su mane incansable para escribir; el famoso sello con que timbrara, sus innumerables cartas a todos los soberanos, príncipes y grandes hombres de su tiempo; su espada no blandida… Conserva también, en la Catedral, su tumba severa, sin un adorno sobre la tosca losa que la recubre, pero con su famoso emblema: 'Nulli cedo', que algunos traducen por 'Inferior a nadie' y otros por 'No retrocedo ante nadie'. Pero sobre todos estos recuerdos materiales prima la gran veneración que por este insigne humanista, tiene cada ciudadano que se enorgullece de que los nombres de su ciudad natal y el del más grande hombre de letras que se haya producido después de Cicerón, que los nombres de Basilea y de Erasmus sean para siempre inseparables.

La figura física de Erasmus nos es muy conocida gracias a los magníficos retratos que le hicieron sus contemporáneos, especialmente su amigo Holbein, y que se guardan en los principales museos de la Europa; en cambio, su gran figura moral e intelectual se nos escapa porque, como dice Nisard, 'un retrato general es imposible para los hombres superiores, cuya gloria ha consistido en comprender mucho y en afirmar poco, que han influído más por la especulación que por la pasión. Una historia es en realidad el único retrato posible de estos hombres inmensos, cuyo pensamiento ha alcanzado a todo, y que han influído sobre su siglo más por la negación que por la afirmación, de estos hombres únicos que han sido como el resumen de todas las grandezas…'

No pretenderemos, pues, finalizar estas páginas emprendiendo la magna empresa de esbozar su retrato, nos limitaremos a tratar de bosquejar sus rasgos más característicos, sin pretender compendiar ni el conjunto de su obra inmensa, ni menos explicar su curioso espíritu.

Fué ante todo un hombre de letras, de aquella gran familia que fundara Cicerón, y que en el transcurso de los siglos nos da, de cuando en cuando, algún hombre ilustre que por sus solas calidades intelectuales se impone sobre la multitud, e informa su siglo; fué el más grande de todos ellos, después de la caída del Imperio Romano; sus conocimientos eran vastísimos y especialmente dirigidos a los problemas de su época, pues no hizo un estudio especial de la antigüedad clásica por amor a ella en sí misma, sino por su valor como elemento de cultura general.

Ya hemos visto, al tratar de su polémica con los ciceronianos, que él admiraba profunda y sinceramente a los clásicos, pero que no los imitaba, ni reproducía con ciega idolatría, y que adaptaba su latín a las necesidades de la época. En esto fué un revolucionario respecto de todos los latinistas de su tiempo y aun de los grandes humanistas franceses que le siguieron, pues unos y otros, continuaron apegados a las palabras, giros y tropos de los grandes autores clásicos, sin usar ni un neologismo ni permitirse una nueva idea; y, como hemos visto, un verdadero continuador de la grande obra de Cicerón, quien asimismo modernizó, en su tiempo, el rudo latín de sus mayores y le convirtió en el magnífico instrumento oratorio y filosófico que nadie usara con tanto brillo y claridad como él. Mientras los contemporáneos y sucesores de Erasmus usaban lenguas muertas para expresar ideas también muertas, él se servía de un lenguaje lleno de vida y de un variado colorido para exteriorizar todo el mundo de ideas y sentimientos nuevos en un siglo inquieto como pocos. Es verdad que su latín no resiste a la comparación con el que usara el impugnador de Catilina en sus arengas famosas ni con él de rotundos períodos del 'De Re Publica'; pero esto se debe principalmente a su trabajo siempre apresurado. Sabemos por él mismo cómo escribió su vida entera, con una rapidez asombrosa, siempre apremiado por las circunstancias o por la necesidad de dar ocupación a las prensas infatigables; que todo lo que pensó lo escribió y que lo escribió en el mismo momento en que lo pensó. Es sabido que su famoso 'Encomium Moriae', su libro más leído, fue escrito en una semana! 'Todo autor, él mismo nos lo ha dicho, elabora con el mayor cuidado el tema que ha elegido, retiene después largamente su trabajo para corregirlo y retocarlo varias veces antes de darlo a luz. Todo esto, desgraciadamente, yo no lo he podido hacer: el tema me lo ha dado el acaso, lo he escrito sin detenerme y lo he publicado con tal premura; que a veces, cambiando las circunstancias, he tenido que rehacerlo todo al querer publicarlo en una segunda edición'. Cuando dirigía la casa Froben es seguramente cuando trabajó con mayor rapidez: escribía en las mesas de la imprenta y mandaba los borradores a las cajas y corregía, siempre de prisa, en las primeras pruebas. ¡Con razón se ha dicho que cuando inspiraba y dirigía a esa gran casa editorial, el grande Erasmus realizó la extenuante labor del periodista de nuestros días!

Con estas condiciones extraordinarias de gran saber, de un saber no igualado y con su capacidad de latinista y de literato pudo hacer una obra única que vivirá eternamente: la publicación de muchos grandes autores latinos, anotados y comentados. Entre ellos merecen especial mención Catón, el 'De Officiis' y las 'Tusculanas de Cicerón, casi todo Plinio, Séneca, Tito Livio, etc.; las traducciones al latín de las obras griegas de Tolomeo, Demóstenes, Flavio Josefo y muy especialmente de Aristóteles, de quien él hizo la primera traducción latina, todas ellas con magníficos prólogos eruditas anotaciones; la publicación in extenso de muchos Padres de la Iglesia, ya griegos, ya latinos, entre otros San

Jerónimo, San Juan Crisóstomo, Orígenes, San Agustín, San Ambrosio, etc., etc.

Al editar a los Padres de la Iglesia o a los clásicos griegos y latinos no le movía el deseo de hacer un texto y de mostrar su erudición, sino el interés y la utilidad práctica de sus lectores; de ahí que después algunos eruditos hayan encontrado errores inaceptables para los del gremio, pero que no importan al lector corriente.

De todas las numerosas publicaciones de libros sagrados o profanos que Erasmus hiciera en su laboriosa vida ninguna más interesante que su edición griega del Nuevo Testamento (1516) acompañada de una traducción latina hecha por él mismo; no solamente por ser la primera edición griega, sino porque vino a establecer que la 'Vulgata', la Biblia de la Iglesia, era un libro de segunda mano y no desprovisto de errores.

Para está, obra usó de cinco manuscritos que existían en Basilea y las notas del erudito Valla, quien había estudiado y coordinado otros siete, de modo que resultaba perfectamente inatacable como autenticidad; además, tuvo la precaución -necesaria quizás- de dedicarla a S. S. León X, quien aceptó agradecido esta distinción. Los errores de la Vulgata que este trabajó dejó de manifiesto, dice el Rev. Pattison de Oxford, 'desacreditaron tanto a la Iglesia, en el campo de la literatura, como en el dominio de las ciencias la desacreditaron después los grandes descubrimientos astronómicos del Siglo XVII'.

Hemos dicho que esta edición de Erasmus fue la primera que se editara en griego, aunque la Políglota Complutense se acabó de imprimir casi a un mismo tiempo (1517) porque no se la dio a la circulación sino hasta 1520, año en que el Papa León X expidió un breve autorizándola 'por juzgar indigno que tan excelente obra permaneciera más tiempo en la obscuridad'.

La publicación casi simultánea de dos ediciones de la Biblia produjo la comparación entre ambas y, como era natural, inagotables discusiones. 'Los pareceres de los doctos se dividieron, dice Menéndez y Pelayo; cuáles estaban por él texto griego de la Políglota, cuáles por el de Erasmo. A decir verdad uno y otro adolecían de no leves defectos, como fundados en códices relativamente modernos, y todos de la familia bizantina. ¿ Quién ha de pedir a aquellas ediciones

del siglo XXI, primeros vagidos de la ciencia, la exactitud ni el esmero que en nuestros días ha podido dar a las suyas Tischendorf, sobre todo después del hallazgo del Códice Sinaítico ?'

De esta obra se hicieron, en vida de Erasmus, cinco abundantes ediciones que, según el citado Reverendo de Oxford, tuvieron una influencia profunda y durable sobre la opinión pública; y que 'contribuyeron más a la liberación de la mente humana de la servidumbre del clero que todo el alboroto y toda la rabia de los panfletos de Lutero'.

Esta traducción erasmiana y más que todo sus valiosas notas han sido la cuna de la exégesis que tanto ha apasionado a algunos espíritus, especialmente en el siglo XIX, ya que Lutero sólo publicó su famosa traducción alemana de la Biblia después de la segunda edición de la de Erasmus.

No puede decirse precisamente, que en filosofía sea Erasmus un pensador original, pero no cabe duda de que gracias a estos trabajos de divulgación de los grandes tratadistas clásicos y de los Padres de la Iglesia y muy especialmente a sus valiosos comentarios y anotaciones merece un sitio de preferencia en la historia de la filosofía; como no puede negarse que la ha prestado utilísimos servicios enriqueciendo el acervo espiritual de la humanidad con sus importantes informaciones históricas, argumentaciones e indicaciones vertidas en un lenguaje hermoso y ameno; pero principalmente despertando el gusto por las especulaciones filosóficas, obligando al hombre a raciocinar, librándolo del oprimente peso del dogma, dando alas al pensamiento humano. Erasmus, como todos los filósofos del siglo XVI -que no han establecido nada pero que lo han removido todo- vale más en si mismo que en sus obras filosóficas.

En sus días de mayor pobreza tuvo Erasmus que ocuparse de cosas que no caen directamente dentro de la esfera, de acción propia de los hombres de letras, pero que están ligeramente relacionadas con ella, por ejemplo, de pedagogía. Es en estas labores accidentales en las que más fácilmente se nota la superioridad indiscutible de este ser extraordinario. En sus diversos tratados para la educación de la juventud deja ver que tenía ideas pedagógicas muy avanzadas para su tiempo. Así, exige con vehemencia la cultura física, sin la cual no hay sujeto que educar; que la instrucción sea, en un principio, general; condena las disciplinas severas que existían en su tiempo, especialmente los castigos corporales; insiste, casi con majadería, en que se debe cuidar a los niños con mucha bondad, que hay que ser muy cariñosos con ellos. 'Aprendemos, dice, con gusto cuanto nos enseñan aquellos que amarnos… Los mismos padres no pueden educar bien a sus hijos si sólo se hacen temer de ellos... Niños hay a quienes se mataría antes que corregirlos por los golpes:. con la dulzura y los consejos cariñosos se hace de ellos cuanto se quiere...' ¡Qué diferencia con el aforismo de nuestros tiempos: la letra con sangre entra! Pide que se enseñen las diversas lenguas 'sin ninguna fatiga, por el uso y la práctica'; que deben proscribirse los estudios que cansan en exceso, y ¡cosa curiosa en un eclesiástico del siglo XVI!, reclama para la mujer los mismos derechos a la educación que el hombre! Así, en su Coloquio del Abate y de la Mujer Instruída, Magdala reclama para sí el derecho de aprender latín 'a fin de entretenerme todos los días con tantos autores tan elocuentes, tan instructivos, tan sabios, tan buenos consejeros', y en el Matrimonio Cristiano se burla de las niñas que sólo aprenden a saludar, a estar de manos cruzadas, que se muerden los labios cuando ríen… y recomienda 'todos los estudios que le permitan educar por sí misma a sus hijos y asociarse a la vida intelectual de su marido'. ¿No parecen todos estos conceptos como de pedagogos del siglo actual?

A más de filólogo, de teólogo y de pedagogo ocasional era también un literato eminente, de un mérito mucho mayor de lo que ahora podemos imaginarnos en vista de su injustificado pero explicable olvido. Escribió muchas y muy curiosas obras de mera literatura, desgraciadamente todas ellas en latín, es decir, en un idioma muerto cuya literatura ninguna nación actual se encarga de ensalzar y hacer conocer y estudiar; y como además la patria de Erasmus es una nación pequeña, modesta, indiferente casi al cultivo de las bellas letras, nadie se ocupa hoy en día de los méritos literarios de Erasmus. Para explicarnos este olvido deplorable no tenemos sino que pensar en cuál sería la suerte de la obra literaria de Rousseau, nacido en una tierra análoga a la del ilustre hijo de Rotterdam, si no hubiese escrito en la encantadora lengua francesa y si la literatura de la Francia celosamente no reclamase para sí la obra del filósofo ginebrino. Es posible que solamente algunos curiosos hubiesen leído sus 'Confesiones'. De Erasmus sólo se leen sus Colloquia y su famoso Elogio de la Locura. La primera es una obra de tendencia filosófica destinada a preparar la vía a la libertad de pensar, que a su vez debía allanar la del libre pensamiento. Parece que en su tiempo tuvo una influencia análoga a la Encyclopédie de Diderot en el siglo XVIII. En los primeros meses se vendieron veinticuatro mil ejemplares, cifra inmensa que, en aquellos años, debió parecer inverosímil faltos como se hallaban de medios de comunicación y difusión.

Estos Coloquios han sido reeditados muchas veces. 'Jamás, dice el erudito Hoefer, libro alguno tuvo tantas ediciones como éste durante los siglos XVI y XVII. Allí está todo el autor con su fuerza de observación, con su imaginación cáustica e incisiva, con su pureza, y ese estilo alado y elegante por el cual algunos llamaron a Erasmus el Voltaire del siglo XVI'. Sin embargo, su autor solía quejarse de este 'capricho de la fortuna' que había hecho de 'un libro lleno de cosas tontas, mal latín y muchos solecismos su obra más popular'. Una traducción francesa, censurada por la Sorbonne -y quizás por esto más leída- contribuyó con no poco a este éxito.

Antes había publicado, como hemos dicho, en las prensas de Aldo Manuzio sus 'adagios' -libro que hoy nadie lee- pero que en su tiempo era considerado como el Magazín de Minerva (Logothecam Minervae), al que se consultaba como al Libro de las Sibilas. Es una edición ordenada y sobriamente comentada de todos los pensamientos célebres, proverbios, dichos curiosos del pueblo, sacados de los grandes autores griegos, hebreos y latinos, a los que agregó sus propios pensamientos un tanto satíricos, su experiencia y la de sus contemporáneos.

Tuvo este libro una influencia extraordinaria, fué, como diríamos hoy, todo un éxito de librería, y, como lo hemos visto, introdujo a su autor en el mundo sabio de la Italia, especialmente en el de los humanistas romanos.

Sin embargo, el libro suyo que más se lee es su Encomium Moriae, el Elogio de la Locura, como se le llama hoy. Esta fue la obra que pensó en Roma y que se cree le inspiraran los panfletos, versos y otras picardías que los romanos de entonces acostumbraban colocar al pie de la estatua de Paschino. La escribió, se dice, en siete días en Londres, cuando estaba en casa de su amigo el grande humanista Tomás Moro. Parece que no lo hizo con la intención de publicarla; pero como cayera una copia en manos del impresor Badios de París, éste la editó en 1509. Es una viva sátira de las condiciones sociales y religiosas de su tiempo, y según muchos, 'El prólogo de la tragedia teológica del siglo XVI'.

'Escrita con más cuidado que los Coloquios, dice Nisard, en un latín más sabio, es una galería crítica de su tiempo. La Locura, en forma de mujer, montada en cátedra, estigmatiza a todas las profesiones. Al clero le cae la mejor parte del sermón; desde el monje hasta el Papa toda la jerarquía sacerdotal recibe lecciones de la locura. Hay que leer este libro en la edición de Basilea, con el comentario más picante que le hayan hecho jamás: con los dibujos de Holbein que pone en acción las ingeniosas pinturas de la Locura. Los personajes de Erasmus, un tanto embarazados en los bellos períodos del texto, viven y se mueven en los dibujos de Holbein'. Esta dura sátira en contra del clero y muy especialmente de ciertos frailes fué causa de que éstos últimos le persiguieran como hereje y blasfemo, pero Erasmus se defendió bien. 'Por qué han de ser blasfemias, decía, las represiones de las malas costumbres cuando están llenas de ellas -y algunas de consideratione los Profetas, Evangelistas y epístolas apostólicas, y Tertuliano, y San Cipriano, y San Jerónimo, y San Bernardo? ¿Querrán persuadirnos que no hay Obispos ni frailes malos? ¡Ojalá fuera así!'

Como prueba del éxito de este libro consignamos que Froben vendió en, un mes la edición completa que era de cerca de dos mil ejemplares. Desgraciadamente, estos éxitos de librería no servían de nada al autor, pues no se le concedían derechos; los literatos de ese tiempo, con Erasmus a la cabeza, tenían que vivir 'bajo el patronato y protección de las grandes'. Si en aquellos años hubiese existido el justo derecho de autor este literato tan popular no habría tenido que recordar en sus Adagios las palabras del filósofo Anaxágoras a Pericles: 'Los que quieren usar una lámpara le ponen el aceite'.

¡Cuán cierto es que los hombres de letras han tenido siempre una situación honorífica envidiable; pero también cuán verdadero es que su profesión no es la más segura para alcanzar ni la felicidad ni la fortuna!

Muy grandes debían ser las facultades intelectuales de este grande hombre de letras si juzgamos por la universal estimación que le dispensaron sus contemporáneos hasta que estalló la gran crisis de la Reforma. Es condición del espíritu humano el permanecer indiferente ante los fenómenos que ve a menudo, por grandes y maravillosos que sean: muy pocos son los que aprecian debidamente el prodigioso fenómeno -que presenciamos todos los días- de la salida y la puesta del sol; escasos los que se detienen a contemplar el espectáculo sin par de la bóveda estrellada- porque la han visto desde niños todas las noches serenas; menos aun los que reflexionan sobre este mundo extraordinario, inescrutable y mágico en que nos tocó nacer. Erasmus vivió en ese luminoso despertar de todas -las inteligencias que se llama el Renacimiento, en que el genio de la antigüedad hizo huir ante él a las espesas tinieblas de la ignorancia; en ese portentoso período en que brillaron a millares hombres de saber y de acción, genios del arte y de las letras, de la política, de la guerra; en que se multiplicaron los prodigios, en que el hijo de un cardador de lanas dio a la Europa un nuevo mundo lleno de hombres y de animales raros; en que otro tornó en realidades las fantásticas leyendas de Marco Polo; en que un atrevido navegante comprobó la redondez de la tierra y esta maravilla física de un globo rodando en el espacio, sin apoyo ni sostén, ceñido de criares inmensos que no se derraman. En este período que presenció tantas maravillas, en que vivieran tantos hombres ilustres, a juicio de sus contemporáneos -juicio que ha confirmado la posteridad- Erasmus era el más grande humanista, el más portentoso hombre de letras, era considerado un prodigio de la naturaleza humana.

Y esta admiración no era solamente de parte de los hombres de extremada cultura, de los del oficio, sino también -y eso prueba la universalidad del sentimiento- de los hombres y mujeres de mundo, de los magnates de la política, de los príncipes reinantes. La carta de Berselius -que en parte reproducimos- da una idea de la efusiva admiración que, en aquellos años maravillosos, despertaba por sus cualidades literarias este Astro del Humanismo.

He aquí este curioso documento:

'He entregado al Príncipe tu carta y tu paráfrasis. El leyó tu carta y acarició y besó muchas veces tu paráfrasis, exclamando con alegría: Erasmus!… El Príncipe no piensa sino en tí; quiere verte, estrecharte entre sus brazos, tratarte como a su padre, como a una divinidad caída del cielo. Ven sin demora… no te hagas esperar, no hagas que un tan grande héroe sufra el tormento de esperarte '.

Pero no le era dado a este hombre ilustre el poder acceder e ir a los palacios y gozar de la deliciosa hospitalidad de 'tantos dioses y diosas', de alternar con los 'Aquiles', las 'Penélopes ', las romanas 'Lucrecias ', las 'Dianas' o los 'Gemelos de Leda', como en el lenguaje afectado de sus contemporáneos se designaban a los príncipes y princesas reinantes y a sus hijos; el pobre hombre de letras no tenía un solo momento disponible, estaba totalmente entregado a un abrumador trabajo intelectual, tanto que podemos decir, con verdad que si la gloria se midiese por los esfuerzos del hombre no habría ser más glorioso que Erasmus.

Se lamenta en estos días la suerte del trabajador manual que para subsistir, tiene que seguir el ritmo acelerado de la máquina a que está uncido. Este insigne humanista tuvo peor destino: no pudo descansar ni un instante hasta el día de su muerte porque tenía que guiar, aún desde su lecho de enfermo, la conciencia universal, ávida de una dirección en esos momentos de incertidumbre de todas las conciencias que provocaron el Renacimiento y la Reforma. En aquellos años todos sentían una renovación de ideas que no sabían precisar y pedían sus luces a Erasmus; y él paternalmente aclaró las dudas de todos, a todos dio -no meras esperanzas- sino la certidumbre de días mejores plenos de paz espiritual. Era ésa una tarea hercúlea aun para un hombre de perfecta salud, obligado a escribir cartas y más cartas a gentes de toda condición y de la más variada cultura. La recopilación que existe de estas cartas llega a tres mil y la mayoría son de este período! ¿Cómo pudo resistir a tamaña labor? -Sólo a expensas de su vida.

Erasmus es entonces el Gran Sacerdote de la humanidad que, como la Sagrada Columna de Fuego, la guía en el obscuro peregrinaje por el desierto de la vida. Haciéndola reflexionar y pensar consiguió que la razón -ese eco terrenal del, pensamiento divino- ocupase el sitio que le corresponde en las acciones humanas; suscitando dudas y ayudando

a buscar las soluciones consiguió substituir, en la conciencia universal, a los rígidos dogmas cristianos, la filosofía cristiana y despertar así el libre pensamiento. ¡Esta fué su gloria, pero a qué precio!-Al de un calvario que duró lo que su vida.

Si todos sus contemporáneos y los que después se han ocupado de él están de acuerdo en considerar como extraordinarias, como no igualadas sus poderosas facultades intelectuales, no pasa lo mismo respecto a la apreciación de su carácter. Ya hemos visto que durante la gran contienda religiosa de la Reforma, católicos y luteranos le apreciaban del modo más divergente, según creían que les era adverso o desfavorable y que, durante todo el tiempo que estuvo sin mezclarse en la contienda, ambas partes le prodigaban los epítetos más duros, más inconvenientes y más injustos en contra de su carácter. Hemos visto que todos procedieron con la misma temeridad de juicio con que los romanos de los primeros días del Imperio juzgaron la conducta de ese otro grande hombre de letras -con el que tiene tantos parecidos- Cicerón, a quien condenaban por haber servido a la aristocracia, siendo hombre del partido popular, y haber servido la Pompeyo y también a César, es decir, juzgando por las apariencias engañosas de algunos hechos y sin darse el trabajo de investigar las causas profundas de esas contradicciones aparentes.

No podemos sostener que Erasmus fuese el tipo del hombre heroico, no, ni siquiera se lo permitía su menguada salud; pero distaba mucho de ser un cobarde. Siendo clérigo no tuvo inconveniente en fustigar valientemente a los malos frailes, mostrándolos a veces como borrachos o libertinos, y sobre todo, como analfabetos, u oponiendo el escándalo de sus orgías y de su rabia por los progresos de la ciencia a las virtudes de los fundadores de esas Ordenes; elogiando la institución monástica pero anatematizando a los libertinos que ahora se albergaban en sus claustros y cubrían sus cuerpos, encenegados en el vicio, con el sayal de los ascetas.

Y todo esto en una época de grandes perturbaciones, de guerras, de bandidaje, de desenfreno, de falta absoluta de escrúpulos, en que era corriente oír hablar de prelados envenenados por haber atacado a las Ordenes; de frailes virtuosos ahogados por haber pretendido reformar las costumbres; en una época en que un hombre de todo el coraje de Savonarola no se atreve a trasladarse de su Convento de San Marcos al Vaticano por el miedo de ser asesinado en el camino; en medio de una sociedad tan escéptica, tan inerte -cuyo tipo es la florentina de aquellos años- que con plena indiferencia vio morir, a su ídolo de días antes, quemado en una pira ignominiosa alzada en la plaza principal por las iras monacales.

En política, cuando el César Carlos V estaba en la cúspide de su grandeza, cuando acababa de tomar prisionero en Pavía al Rey de Francia, y sus tropas habían saqueado a Roma y tenían preso al Papa, Erasmus que era su súbdito y pensionado, tuvo el valor de escribirle pidiendo la libertad de los prisioneros; y después, ya viejo, cuando creyó que debía defender el libre albedrío, lo hizo valientemente, a pesar de que no era empresa exenta de peligros, pues en Alemania se pasaba por un período de excitación tal que ningún editor -ni siquiera los Froben- se atrevieron a imprimir su libro-estimado como de apología católica-porque había peligro de vida no solamente para el autor sino también para el impresor!

El cargo de hipócrita que le hacen algunos católicos exaltados -que le suponen con ocultas simpatías por la causa luterana- es tan injustificado como el de tránsfuga que le hacen, con excesivo celo, algunos entusiastas partidarios de la Reforma. El antagonismo de los cargos, destruye desde luego toda sospecha de veracidad y deja de manifiesto, una vez más, cuán difícil es en la vida el opaco papel de hombre moderado y sabio, y cuán cierto es que los bandos en lucha no respetan jamás a esta clase de hombres que son, sin embargo, los más indicados para encontrar la solución racional del conflicto que tanto apasiona a los demás.

En realidad, aunque Erasmus atacó rudamente a los malos frailes no por eso dejó de ser católico. En toda la Europa medioeval y hasta en la España misma, ante los ojos de la terrible Inquisición, se escribían cosas peores en contra de la Iglesia en general y de los frailes en especial. Fué católico a pesar de estos escritos a las veces excesivamente duros, como fue un perfecto católico Miguel Angel, a pesar de que al decorar la Capilla Sixtina puso entre los réprobos de su famoso fresco del Juicio Final, a un Cardenal del Sacro Colegio con orejas de burro y envuelto en una sierpe; como lo fue el Dante a pesar de que en su Infierno abundan los clérigos y los frailes, y monjas y Obispos y hasta Papas; así como en todas las catedrales góticas –con que el sentimiento cristiano cubriera la Europa de la Edad Media- hay legiones de demonios traviesos que, con profundo regocijo, conducen al infierno a eclesiásticos de todo orden por haberse dejado dominar por algún pecado capital.

Es verdad que contemplando la relajación de la Iglesia este antiguo agustino sostenía abiertamente que era indispensable proceder a la reforma inmediata, y enérgica de sus costumbres; pero en esto no estaba solo sino en la compañía de mucha gente de valer y de indiscutible ortodoxia, entre otros del propio Papa Adriano VI, quien hizo decir a su Legado en la Dieta de Nurenberg estas palabras sinceras que hacen honor al Papa y a la Iglesia: 'Estos desórdenes han brotado de los pecados de los hombres muy principalmente de los pecados de los sacerdotes y de los prelados. Aun en la Santa Sede se han cometido muchos crímenes horribles; muchos abusos han prosperado en el estado eclesiástico. La enfermedad contagiosa esparciéndose desde la cabeza a los miembros -desde el Papa a los prelados menores- se ha desarrollado con amplitud, tanto que escasamente se puede encontrar alguno que proceda correctamente y que esté libre de toda infección. Sin embargo, los males son ya tan antiguos y diferentes que será necesario andar paso a paso'.

Erasmus quería estas reformas, por eso miró en un principio con simpatía la campaña de Lutero contra el tráfico de las indulgencias;' pero no le acompañó cuando éste rompió la unidad de la Iglesia tan cara a este hombre ilustre que tenía entre sus ideales la unidad de la Europa. Estos sentimientos no los ocultó jamás, en una de seis cartas lo afirma del modo más terminante. He aquí sus palabras: 'Siempre he evitado el provocar tumultos o predicar algún nuevo dogma. Muchas personas poderosas me han rogado que me una a Lutero; yo les he respondido que estaré con Lutero, mientras Lutero permanezca dentro de la unidad de la Iglesia. Me han pedido que promulgue una regla de fe; les he contestado que no conozco ninguna regla de fe fuera de la Iglesia Católica. He pedido a Lutero que se abstenga de escritos sediciosos; siempre tengo miedo a sus malos resultados, y habría hecho más para prevenirlos, si, entre otros

motivos, el miedo de ir contra el espíritu del Cristo no me hubiese apartado de ese propósito. He exhortado y aun exhorto todavía a muchas personas a no publicar escritos escandalosos, sobre todo anónimos, los cuales son tan irritantes; les he dicho que con esos escritos servían muy mal a la paz cristiana y al hombre que pretendían defender'.

¿Es éste el lenguaje de un hipócrita, de un luterano disfrazado de católico? ¿Es el de un reformador tímido, celoso de los triunfos del reformador audaz? No, por cierto. Es el lenguaje de la sensatez, el lenguaje del hombre prudente y sabio que aquilata las ventajas e inconvenientes de las acciones humanas, que las ampara hasta el extremo en que son beneficiosas para la humanidad, pero que las combate resueltamente cuando pasan ese lindero y empiezan a ser nocivas. Es el lenguaje del hombre que cree que la razón debe ser el único guía en la vida el supremo árbitro de todas las cuestiones, aun las políticas y filosóficas. Verdad trivial hoy en día, pero (me no siempre se practica y que él fue el primero en seguir como norma de vida. Desgraciadamente el mundo no es de los pensadores sino de los hombres de acción; el triunfo no corona a los sabios y prudentes sino a los audaces; por algo decían los antiguos: 'Audaces fortuna juvat '.

En realidad, Erasmus no era solamente el más grande hombre de otras sino que además era un grande hombre de bien. 'Desde el principio hasta el fin de su carrera, dice su biógrafo Drumond, permaneció fiel al propósito de su vida que era el de pelear la batalla de la sana cultura y del vulgar sentido común en contra de los poderes de la ignorancia y de la superstición y, ni aún en medio de todas las convulsiones de la Reforma, perdió su serena imparcialidad'. Pero tuvo la desgracia de verse envuelto, en los últimos años de su vida, cuando tenía derecho al descanso y a la veneración de sus contemporáneos, en la horrible catástrofe que provocara la Reforma; y en esta tormenta formidable naufragaron de consuno su bien ganado prestigio de hombre eminente, de lumbrera de la humanidad y la causa de la tolerancia que él defendiera siempre con tesón y por la cual merece toda nuestra gratitud.

Tuvo también el no menor infortunio de ver cumplidas sus predicciones apocalípticas al contemplar, en el ocaso de su luminosa vida, a la Europa -que él soñaba unida y fuerte para prosperidad de las letras y las ciencias -ensangrentada y diezmada por guerras fratricidas, y las letras- a que consagró su existencia-olvidadas y perseguidas por la intolerancia religiosa que provocaran la Reforma y la contrareforma.

Es por este conjunto de cualidades extraordinarias tan difíciles de encontrar en un solo hombre por lo que la humanidad lo venera como a uno de sus mártires del trabajo y de la especulación científica, como a uno de los soles que la han iluminado en el difícil camino de su cultura y perfección.

Los astros, al ponerse en el ocaso, dejan siempre tras de sí una estela brillante que queda por largo tiempo iluminando el cielo hasta que se extingue en un vago resplandor; los grandes hombres, al morir, dejan también por algún tiempo la huella luminosa de sus obras. De todas las de Erasmus algunas ya se han desvanecido, otras brillan aún con tenue claridad; pero sus esfuerzos por despertar el libre pensamiento seguirán ¡suprema gloria! hermoseando eternamente el cielo de la humanidad.

CARLOS ORREGO BARROS.