Generalmente, se cree que la intervención de los poderes públicos en la vida económica, que preconiza el socialismo contemporáneo, constituye una novedad en la historia, cuando no es, en parte, más que un inevitable retorno a sistemas experimentados desde hace siglos, y cuyo repudio constitucional  hecho en nombre de la libertad económica, forjadora de un individualismo desmesurado- data de la revolución francesa de 1789. Así, para no apartarnos de nuestro tema, hemos visto, en el capítulo preliminar, que los concejos castellanos de la Edad Media, además de poseer campos y dehesas para el uso y disfrute de todos los vecinos, intervenían decisivamente en la economía de las repúblicas, fijando los precios de los artículos de consumo y los aranceles de los gremios, estableciendo pósitos, o graneros municipales de trigo, etc. Pues bien. Todas estas instituciones, de noble esencia, se trasplantaron, como las demás, en el Nuevo Mundo. Durante los tres siglos de la dominación castellana, tanto las altas autoridades, como los cabildos, en todas las ciudades y países de las Indias, regularon importantísimos aspectos de la vida económica y, en especial, los que incidían en las relaciones entre productores y consumidores y en las prestaciones de servicios. Abrid cualquier libro de actas capitulares, ya de México, o de Paraguay, de Quito o de Buenos Aires, sea del siglo XVI, ó del XVIII, y encontraréis acuerdos que fijan el precio del pan o de la carne, o aranceles de sastres, plateros, herreros, etc., o medidas para evitar los monopolios de trigo, o requisiciones de alimentos para el abasto de las ciudades, etc. Por desgracia, este aspecto de la vida colonial -como tantos otros del régimen español en América- no ha sido, ni siquiera medianamente, estudiado en nuestro país. Los historiadores del siglo XIX, con su adoración del liberalismo francés y el odio hacia las viejas formas, condenaron en bloque las instituciones reguladoras, sin dignarse, por cierto, analizarlas. Sentían por ellas un desdén profundo, nutrido en la creencia, muy viva en ese entonces, de que sólo en el libre juego de las leyes naturales -oferta y demanda, etc.- estaba la clave del bienestar económico. Así, Barros Arana, al tratar de los aranceles o tarifas de sastres, carpinteros y demás oficios, impuestos por los cabildos, en beneficio de la colectividad, se limita a deplorar las contrariedades que este régimen acarreaba a aquellos. Juzgando después ésta y otras intervenciones municipales-como la de fijar el precio del trigo, dice: 'Con este sistema se pretendía proteger al público contra el monopolio que podían ejercer los industriales y comerciantes, sin pensar que contra ese peligro no había más remedio que la libertad industrial y comercial, rechazada por todo el sistema económico español de esa época' (1*). Sin duda, es una lástima. Porque si los historiadores, con un criterio imparcial, hubieran profundizado en el análisis de ese régimen, tendríamos actualmente un precioso arsenal de datos Y consideraciones documentados sobre esa vasta regulación de tres siglos. Cuando se piensa que los ayuntamientos coloniales intervenían, no sólo en las materias que hemos indicado, sino también en la repartición de las tierras, en el régimen de los gremios, en la regulación de la producción, distribución y exportación de granos y otros géneros, en el abastecimiento de las ciudades, en el control de éjidos, baldíos, dehesas y demás tierras concejiles y comunales, y hasta en la vida, íntima de los vecinos, con sus disposiciones prohibitivas del lujo en los trajes, banquetes y funerales, ve uno qué hermoso capítulo inédito, de plena actualidad, podría escribir un especialista sobre esta compleja actividad municipal. Ciertamente, en la práctica, habría que señalar muchos vacíos y deficiencias en esta regulación. Desde luego, el personal de los concejos, como hemos dicho, se reclutaba de ordinario entre la burguesía de terratenientes y productores, atenta, por cierto, a defender sus intereses. No parece tampoco que tuvieran mayor amplitud -sobre todo, avanzada la colonización- las prácticas relacionadas con el disfrute por todos los vecinos de pastos y tierras comunales. Los industriales, hacendados, mercaderes, burlaban también, cada vez que podían, los mandatos del concejo. Las mismas corporaciones, además, eran varias veces flojas en el cumplimiento de sus deberes fiscalizadores. No obstante, la existencia misma de ese conjunto de instituciones, reconocidas por la ley; la bien definida repulsa con que el derecho y la opinión general de la época trataba a los acaparadores de artículos de primera necesidad y a aquéllos que prestaban dinero a interés, dan a ese régimen una fisonomía especial, un contenido de regulación, un sello más humano, que contrastan fuertemente con la anárquica libertad económica, instaurada después en el mundo (Véase nota 62) . La Recopilación de leyes de Indias -derivación americana de las de Castilla- contiene las bases fundamentales del régimen que estamos considerando. Sin tomar en cuenta las disposiciones que reglan el intercambio con España, ni las que tratan del servicio personal de los indios -que no tienen cabida en este esquema- hay diseminados en ese cuerpo legal más de cincuenta artículos que, de uno u otro modo, legislan sobre diversos aspectos de la economía de esa época (63). Entre estas leyes, al igual que entre las que regulan las fundaciones de ciudades en Indias, citadas en su oportunidad, hay algunas que parecerían propias de nuestro tiempo, como aquélla, v. gr., que establece la jornada de ocho horas, para cierta categoría de obreros, a fin de procurar su salud y conservación. Es del siglo XVI (64). Sin embargo, sería imposible, como siempre, comprender en su totalidad el régimen económico, con la sola ayuda de la Recopilación. Los cabildos-herederos, al fin, de instituciones casi soberanas y con extensas facultades en la materia- desempeñan un papel que rebasa los aparentes límites marcados en aquel código. Sus disposiciones, pues, deben estudiarse conjuntamente con las contenidas en las ordenanzas de las ciudades, algunas de las cuales, como las de Santiago, se refieren casi por completo al control económico. Pero, como la realidad es indócil casi siempre a lo escrito en la ley y, además, rige el derecho consuetudinario, hay que atender de preferencia a los hechos. Por fortuna, la documentación es copiosa y no sería difícil, con la ayuda de las actas capitulares, trazar un cuadro, bastante fiel, de los sistemas reguladores de entonces. Falto de competencia para hacer dicho trabajo, creo que un esquema de sus aspectos fundamentales podría contenerse en los nueve puntos siguientes: 1.º Fijaciones de precios.- Desde que se instalan los compañeros de Valdivia en Chile, hasta el fin de la dominación española, encontramos en las actas acuerdos de esta naturaleza. La regulación abarcaba, tanto los precios del pan, trigo, sebo, caballos, cordobanes, azúcar, carne, etc., como los que debían cobrar los espaderos, sastres, calceteros, boneteros, herreros, plateros y demás industriales y otras personas por sus trabajos. Esas tablas de precios, hechas por el concejo, y autorizadas por su escribano, se llamaban aranceles y debían fijarse en las puertas de todas las tiendas, de acuerdo con el número 45 de las ordenanzas de Santiago (65). Veamos algunos ejemplos, entre miles, de diferentes épocas. En 1556, acordó el cabildo de Santiago 'que se apregone públicamente que ninguna persona venda la fanega del trigo en esta ciudad a más precio dedos pesos, y la fanega de la cebada a peso y medio, y no más, so pena por cada vez perdida la comida, aplicada para los pobres, y más veinte pesos de oro' (  2*). En 1.° de abril de 1558, se fijó en la misma ciudad en veinte pesos el precio de un potro y una potranca (3*). En La Serena, a fines del siglo XVII, se dispuso 'que cada pan debía pesar, por lo menos, media libra; y que la arroba de vino nuevo sólo podría venderse a tres pesos, y la de vino añejo, a cuatro' (4*) . En la misma época,el cabildo de Santiago fijó, entre otros, los siguientes precios máximos: seis velas de buena calidad por un real; un almud de sal por dos reales; una arroba de sal de Lima, seis reales; un almud de ají, dos reales; cuatro pejerreyes grandes, un real; un pernil grande, dos pesos; vara y media de longaniza, un real; un cuartillo de miel de cañas, tres reales; dos libras de higos, medio real; un almud de chuchoca, dos reales; etc. (5*). En el siglo XVIII, los capitulares santiaguinos acordaron que 'se hagan los aranceles y para el Cabildo siguiente se conferirá sobre los precios de los géneros' (6*). En cuanto a las tarifas a que debían ceñirse los gremios y otros individuos, por prestaciones de servicios y ejecución de trabajos, he aquí algunos ejemplos. En sesión de 29 de diciembre de 1543, los magníficos y muy nobles señores del concejo de Santiago establecieron el siguiente arancel eclesiástico: Por una misa cantada solemne con sus vísperas quince pesos de oro  . ........................15 pesos Por una misa cantada de Requiem,cinco pesos de oro&  ......................................................5 pesos Por una misa rezada,dos pesos .................................................................................................. 2 pesos Por un enterramiento con su vigilia y misa cantada,cuarenta pesos ..................................40 pesos.' Etc. (7*). En los aranceles de los sastres, calceteros y zapateros, fijados en Santiago en 1553, figuran los siguientes precios máximos: 'por hechura de una capa llana, dos pesos y medio'; 'de un jubón llano de lienzo, dos pesos'; 'de un manto de seda guarnecido, ocho pesos'; 'de un faldellín de mujer llano, dos pesos'; 'de unas calzas de paño aforradas en terciopelo, cuatro pesos y medio'; 'por unos zapatos de dos suelas poniéndolo todo el oficial, cinco pesos'; 'por unos chapines, dándole todo aparejo, poniendo el maestro las suelas, tres pesos'; 'por unas botas portuguesas, cinco pesos (8*). En la segunda mitad del siglo XVII, considerando los capitulares de Santiago que 'los oficiales zapateros ponían precio exhorbitante a sus hechuras, valiendo barato los cordobanes', les fijaron precio y que 'este arancel se publique en la, plaza de la ciudad' (9*). Por la misma época, se quejó el procurador del cabildo del abuso cometido por 'el coletor general de este obispado', quien percibía demasiado por las limosnas de 'las misas de la cuarta funeral' y también porque los curas de las dotrinas de Renca, San Saturnino y San Lázaro, 'cobran derechos de la cruz alta de los españoles que mueren en sus dotrinas aunque se manden enterrar en otras iglesias, de lo que resulta haber de pagar duplicados los derechos' (10*). El 27 de noviembre de 1781, fijó el concejo de Santiago la siguiente tarifa médica: 'Visita de pobres, gratis.-Visita de persona pudiente, 4 reales.-Operación de cirugía, una por dos pesos, paro 3 por cuatro pesos.-Tarifa extraordinaria: Por salir después de las doce de la noche, un peso.-Por ir a las chácaras que estuviesen más de dos leguas de distante de la ciudad, dos pesos.-Por un día entero de asistencia en el campo, 6 pesos' (11*). Regulación muy equitativa, pues, como alegaba el procurador de la ciudad, era propio, de aquella profesión 'el andar mucho, y por esto el derecho en varios lugares, Séneca, Epicteto y el ilustre Niceno llaman los médicos Circuloreos, Circumambulantes, Circumforantes y Parabelaunes, por lo mucho que tienen que andar y rodear para curar' (12*) . En cuanto al servicio gratuito a los pobres, el mismo letrado funcionario decía que a ello estaban obligados los médicos, 'bajo pena de excomunión, como lo probaban Bobadilla, Sanfranco, Sachias y otros autores' (13*). Como se ve por estos datos, el derecho de fijar precios y aranceles tenía enorme extensión y aplicación en la Colonia, y puede afirmarse que este severo control, favorable a la masa consumidora -privilegiada en aquellos tiempos- era una de las bases fundamentales de aquel régimen. Antecedentes jurídicos de esta regulación encontramos, v. gr., en Hevia, que la consagra para todas las mercaderías necesarias a la vida humana del hombre; en la Recopilación de leyes de Indias, que la refiere a las cosas de comer y beber; en las ordenanzas de Santiago, que emplea estos mismos términos, y en diferentes acuerdos municipales y preceptos jurídicos, contestes en que mercaderes e industriales deben conformarse con ganancias moderadas (66). Tanta vitalidad tenían estos principios reguladores, que en 1813, cuando ya circulaban en Chile las nuevas ideas revolucionarias de libertad económica, llegadas de Francia, el cabildo de Santiago -no obstante la oposición de algunos de sus miembros, que hablaron calurosamente de los beneficios de la libertad y la competencia- continuó, fijando los precios (67). La verdad es que flota en el derecho y en el ambiente de esa época un sentimiento de marcada aversión hacia el lucro indebido, que se manifiesta hasta en el concepto que se tenía de los mercaderes, cuya ocupación 'no es de virtud, sino sólo de ganancia. . . por sólo arte imaginado de aumentar la hacienda, con incómodo de otros, por lo qual esta negociación en qualquiera hombre honesto vitupera Aristóteles. . . ', como dice un autor (14*). Complemento del control de los precios, era la fiscalización que ejercía el cabildo sobre la calidad de las mercaderías, productos y artículos elaborados y sobre la legalidad: de los pesos y medidas. Ejemplos de lo primero: en 1553, los concejales de Santiago ordenaron que se visitara la botica de la ciudad, a fin de que, si hubiere en ella medicinas dañadas, se prohibiera su consumo (15*). A principios del siglo XVII, acordaron 'se saque al pregón la mojonería del vino desta ciudad, por ser cosa tan conveniente al bien della, y que ningún pulpero pueda comprar vino en poca ni mucha cantidad sin vista de mojón, por cuanto compran vino malo y bueno y todo lo venden' (16*). En 3 de julio de 1700, ordenó el cabildo el cierre inmediato de todos los establecimientos industriales, cuyos dueños no tuviesen títulos idóneos, 'en atención a seguirse muchos inconveniente de que personas imperitas, sin estar examinadas, tengan tiendas públicas de sastres, zapateros y demás oficios mecánicos', por 'el daño que desto resulta a la causa pública' (17*). Cuatro años después, como supieran los capitulares que había mucho trigo agorgojado en las bodegas de Valparaíso, y temieran que sus duelos lo redujesen a harina, 'de cuyo mantenimiento pueden resultar graves achaques', -dispusieron 'se arrojase el trigo infestado de gorgojo y que se limpiasen los graneros' (18*) . En 1813, de acuerdo con una antigua práctica, que imponía a los industriales la obligación de colocar su marca en los productos que elaboraban -sebo, cera, etc.- el cabildo ordenó a los panaderos santiaguinos 'que cada cual selle sus panes con un sello propio a cada panadería' (19*). Por lo que hace al control de las varas, arrobas y demás pesos y medidas, las ordenanzas de 1569 habían dispuesto que siempre hubiese en la ciudad dos fieles -uno platero, encargado de los pesos y prisas, y otro carpintero, de las medidas y varas- que tuviesen en su poder padrones legítimos, sellados con las armas del escudo de Santiago, para que, 'conforme a ellos hagan y corrijan los pesos y pesas y medidas que la república les pidiere y trajeren a corregir' (20*). Estos fieles debían elegirse por el concejo a principios de cada año y prestaban juramento, como todos los funcionarios. Su elección se pregonaba, para que el pueblo supiese a quien debía ocurrir en demanda de pesos y medidas, o de su corrección y selladura. Un arancel fijaba lo que debía cobrarse por estos servicios municipales (21*). Además de estos padrones, que entregábanse a los citados fieles, había otros semejantes, guardados con llave, en una caja grande del cabildo, y que no se usaban sino cuando había necesidad de corregir los de los fieles (22*). La fiscalización de los pesos y medidas de las tiendas -realizada por otros funcionarios, denominados fieles ejecutores- era, pues, fácil, ya que los mercaderes e industriales debían valerse únicamente de instrumentos de medir que tuviesen el sello de la ciudad, esto es, de aquellos hechos o arreglados por los fieles platero y carpintero. El uso de pesos y medidas falsificados se castigaba severamente. Algunos pasajes de la Curia Philipica y una ley de Indias nos demuestran que esta reglamentación guardaba estricta conformidad con las leyes castellanas (68). Los primeros acuerdos que registra el Libro Becerro sobre esta materia datan de enero de 1545. En uno de ellos, se ordenaba 'que todas las personas que tuvieren medidas, así varas de medir como medias fanegas y celemines y todas las demás medidas, que las traigan a sellar por ante los señores Francisco de Aguirre, alcalde, y Gabriel de la Cruz, regidor', so pena de cincuenta pesos de oro para los propios de la ciudad, 'y que les mandarán que vean las medidas que no se hallaren selladas, y darlas por falsas y se podrán en la picota de esta ciudad' (23*). En otro cabildo, celebrado días después, se nombró el respectivo fiel (24*). Esta reglamentación perduró en Chile hasta fines del Coloniaje, como puede verse en diferentes acuerdos municipales de Santiago, Serena, Concepción y otras ciudades. (69). Tan larga vitalidad no era óbice, sin embargo, para que frecuentemente los mercaderes burlaran esas leyes. El presidente O'Higgins -el futuro virrey- nos los prueba en uno de sus autos. 'Teniendo entendido -dice en él- que es casi universal en esta Capital el desórden y falta de arreglo de los pesos y medidas, principalmente en los Bodegones, Pulperías y demás Oficinas de abastos, y que -el Público se perjudica en la falta de exaptitud con que estos se les ministran; para remediar un daño de esta consequencia, y poder proceder a corregir la avaricia de los fraudulentos de una manera pronta, eficaz y análoga al crimen; el Subdelegado, los dos Alcaldes Ordinarios y el Regidor Alférez Real, dividiendo para el caso en otros tantos Quarteles la Ciudad, procederán incontinenti a reconocer por sí mismos todos y cada uno de los pesos y medidas de las Tiendas, Bodegones; Pulperías y demás Casas y lugares en que se mide, o pesa, y recogiendo de contado las Varas, Valanzas, quartas, medias quartas, quartillos y demás peltrechos del uso y exercicio de estas Oficinas que encontraren defectuosas, sacarán la multa de la Ordenanza a los que encontraren haver contravenido a su tenor, y me informarán separadamente del éxito -de esta diligencia, para en su vista proveer lo demás que conbenga. Santiago y Agosto 1.° de 1789. Higgins. Dr. Rozas.-Ante mi.- Villarreal' (25*). El resultado de esta inspección, que hicieron los capitulares en compañía de un maestro de platería y otro de carpintería, de escribanos y dragones, fué lamentable para el prestigio del gremio y del cabildo fiscalizador: la mayor parte de las varas y pesos eran falsos y carecían del sello. Desde los primeros años de la Conquista, los funcionarios especialmente encargados de entender en el cumplimiento de las leyes, ordenanzas y acuerdos sobre aranceles, control de la calidad de las ventas, revisión de pesos y medidas y otras materias, fueron los fieles ejecutores. De acuerdo con el número 1 de las ordenanzas de Santiago, estos magistrados debían, todas las mañanas, hacer audiencia pública, por lo menos durante dos horas, para oír y resolver todos los asuntos relacionados con aquéllas. Se exigía también la presencia de un alcalde y del escribano de concejo. El número 3 les imponía la obligación de visitar periódicamente las tiendas y oficio y negocios, para velar por su corrección. El número 4 les daba facultad para apresar a cualquier mercader o industrial que profiriese alguna palabra desacatada contra ellos, con ocasión de estas visitas. Otros números -que veremos después- fijaban sus restantes deberes y derechos, en lo relativo al abasto de la ciudad y otras interesantes funciones. Los fieles ejecutores, en su calidad de magistrados, llevaban varas dé justicia; tenían facultad para aplicar multas, y de las sentencias que expedían sólo podía apelarse ante el cabildo -y no ante la real audiencia- cuando la cuantía del asunto no pasaba de treinta ducados, en virtud de una ley general promulgada a instancias de la ciudad de Lima (26*). Pero hay otro punto, en lo que toca a dichos funcionarios, que conviene tratar desde luego: el relacionado con la venta del oficio de fiel ejecutor, de que ya dijimos algo en el capítulo segundo. Es una pequeña historia que, además de mostrarnos al desnudo algunos aspectos lamentables de la fiscalización municipal -nula en ciertos casos- nos exhibe un duelo entre los reyes y los burgueses de Santiago; terminado, como tantos otros, con una transacción: la casi eterna transacción que aquí, como en el resto del imperio español, permitía mantener un agradable equilibrio de fuerzas entre la corte y los señores coloniales. En 1554, Carlos V firmó en Valladolid -a petición de Jerónimo de Alderete, que fue a pedirle mercedes, como procurador curador de Santiago- una real cédula, por la cual concedió a nuestro cabildo, perpetuamente, para ahora y para siempre jamás, el oficio de fiel ejecutor (27*). Semejante merced significaba que sólo el cabildo santiaguino, y en ningún caso el rey, podría nombrar a esos funcionarios. La única condición que puso el monarca fué que la ciudad hiciese sus ordenanzas para lo que toca a la provisión y bastimentos y limpieza de ella y que las enviase a Lima, para que allí la audiencia las revisara y promulgara (  28*). Nada más fácil para nuestro capitulares que llenar ese requisito. En efecto, revisando el Libro Becerro y las Actas de los años siguientes, puede comprobarse que casi todas las ordenanzas, que en 1569 aprobó la audiencia de Lima, se habían dictado y aplicábanse en esta capitanía general, con mucha anterioridad a esa fecha; el propio cargo de fiel ejecutor, v. gr., ya se conocía en Santiago en 1548 (  29*). El ayuntamiento, pues, no tuvo, más trabajo que coordinar, poner en limpio y remitir al Perú todos aquellos acuerdos reglamentarios esencialmente que había adoptado desde su fundación, y que, a la fecha de la cédula de Carlos V, constituían ya un cuerpo legal de reconocida importancia. Entre paréntesis ante este ejemplo concreto de elaboración jurídica -uno de los infinitos que ofrece el Coloniaje, según dijimos en el capítulo anterior- no sé qué dirán aquéllos seguidores de leyendas, que atribuyen al rey de Castilla la exclusiva y arbitraria paternidad de todo el derecho indiano. Por lo demás, a los 58 artículos de que constaba el primitivo ordenamiento, hay que sumar los numerosos agregados, de igual origen, hechos después. Y conste, asimismo, que, cuando se preparaba la Recopilación, Felipe IV dejó expresa constancia, en uno de sus artículos, que continuarían rigiendo sin modificación en Indias las ordenanzas y leyes municipales de cada ciudad (  30*). Vistas y aprobadas nuestras ordenanzas -como era ya obligatorio para todas en España y los dominios (70)- parecía, pues, que nadie podría objetar el privilegio perpetuo del concejo para nombrar sus fieles ejecutores; y, en esta virtud, la corporación los designaba periódicamente, de acuerdo con el turno establecido. Sin embargo, en las primeras décadas del siglo XVII, hubo una tentativa de compra de ese oficio, que el cabildo, alarmado, consiguió frustrar; una cédula, dictada por el rey, a petición de la ciudad de Santiago, ratificó la merced perpetua hecha por el emperador (  31*). Pero estas dos reales cédulas y la posesión ininterrumpida del oficio, por más de cien años, no impidieron que, en la segunda mitad del siglo XVII, se rematara en Santiago una vara de fiel ejecutor, con voz y voto en cabildo, en nueve mil pesos al contado. A primera vista, dijérase que este grave atropello del privilegio otorgado a la ciudad no fuera sino una de las tantas manifestaciones del angustioso afán de la corona de conseguir recursos. Claro. El tesoro español nunca tuvo alivio, y Felipe II, el piadoso, buscando en embrujadas retortas de alquimistas el oro, que se escapaba de sus arcas, es un símbolo ireemplazable. Mas, estudiando los detalles del asunto, se ve luego que, además de la razón fiscal, hubo otra de orden público en la venta de ese oficio: la necesidad de controlar gran número de operaciones mercantiles, que hasta entonces se hacían libremente, en las casas y chácaras de vecinos poderosos de Santiago. En efecto, de algunas piezas del juicio que, con motivo de las impugnaciones del cabildo, se originó entre el fiscal de la audiencia y el procurador de la ciudad -juicio que duró cinco años y que puede seguirse en sesenta páginas de actas capitulares (  32*)- se desprende que los caballeros de Santiago vendían en sus casas, 'como se hace en otros lugares de España, sus cosechas de vino, haciendo del sebo velas, del trigo pan, y asimismo, jabón, miel y otros mantenimientos, de suerte que es una tienda formada', sin intervención de los fieles ejecutores, por lo cual 'en dichas tiendas no hay forma en las medidas y aranceles, ni se guardan las ordenanzas por el poder de los que las tienen'   (33*). Opinaba el fiscal -en comunicación dirigida al rey- que estableciendo en Santiago un oficio de fiel ejecutor, y regidor, con voz y voto en cabildo, se pondría atajo al daño y se beneficiaría, a la vez, el tesoro real. Sucedía, en efecto -años después del establecimiento en Chile de la audiencia- que había en la ciudad unas pulperías de abasto, que estaban sometidas a la fiscalización municipal, y otras, llamadas del rey, cuyo control pertenecía a la audiencia. Creándose, pues, un cargo de fiel ejecutor de las pulperías del rey, podría este nuevo funcionario fiscalizar todas las ventas hechas por los cosecheros, ya que hasta entonces -según el fiscal- no estaba claramente determinado si la inspección de estas últimas correspondía a la jurisdicción real o a la del cabildo (  34*). Porque ciertamente -decía el representante de la, audiencia en otro escrito- 'es útil al dicho Cabildo y al común de toda la ciudad que haya juez efectivo que cuide de que en dichas pulperías tengan peso y medida y que lo que se vendiere y distribuyere en ellas de mantenimientos sean de buena calidad y a los precios convenientes, conforme a las posturas que hiciere el dicho Cabildo, con que los pobres, que es la mayor parte de la república y los que más de ordinario compran en dichas pulperías, no serán defraudados ni les darán un género por otro, como de ordinario acontece' (  35*). No vamos a seguir al procurador del cabildo y al fiscal de la real audiencia -gallos de pelea oficiales de la burguesía y de la corona, respectivamente- en las alegaciones y réplicas que se cambiaron durante el largo juicio. El resultado fue -prescindiendo de mayores detalles- que, en 21 de marzo de 1664, se recibió en el ayuntamiento a don Francisco Canales como fiel ejecutor de las pulperías compuestas y regidor propietario con voz y voto. Lo que demuestra que, si los cosecheros santiaguinos nada podían temer de los capitulares -como que éstos y aquéllos eran del mismo grupo social- no les ocurría lo mismo con el rey, que, situándose por encima de los intereses particulares, tendía la mano -aunque esa mano fuese débil- a la masa consumidora. Pues se ve con toda claridad en este juicio que el concejo llegaba hasta negar todo derecho de control en las ventas de los productores, fundándose, entre otras razones, en que era indigno que a esos vecinos feudatarios y de más calidad fiesta ciudad que venden sus cosechas en sus propias casas se les pretendiera confundir con las demás tiendas comunes (71). A partir de esa fecha, figuran en nuestro ayuntamiento fieles ejecutores propietarios. La creación de este oficio no impidió, sin embargo -como que la lucha, según dijimos, terminó en transacción- que el cabildo continuara eligiendo de su seno fieles ejecutores renovables, si bien con distinta jurisdicción. Parece, no obstante, que estos fieles no duraron mucho, porque, en el siglo XVIII, encontramos en su lugar a los jueces de abasto que, como aquéllos, se elegían por turno, cada dos meses, de entre los regidores (36*). Funcionaban aún en los días de la Patria Vieja (  37*). Un ejemplo de fiscalización por parte de estos últimos magistrados encontramos en la siguiente queja, interpuesta por el gremio de labradores al Muy Ilustre Señor Presidente 'M.I.S.P.-Los Labradores que subcribimos esta representación con nuestro mayor respeto paresemos ante V.S. y decimos: Que habiendo conducido uno de nosotros á esta Plaza Mayor una Carreta de choclos para venderlos al Público y empesado su expendio á razon de seis por medio real, se personó el Regidor Juez de Abastos -que lo era el terrible Zañartu, corregidor de otros años-y dispuso que no solo seis sino una docena se habian de dar por medio real. Con esta orden, y habiendo puesto preso al Peón que venia al cuidado de aquella especie, todo fué un trastorno y malvarato por la multitud de gentes que se agolpaban a comprar; de suerte que quando el miserable Labrador esperaba haver persivido un lucro conciderable solo se le ofrecieron en aquellos momentos pérdidas, incomodidades y desazones. En esta virtud ocurrimos á la justificación de V.S. suplicando se sirva mandar que estos frutos como que son los primeros que producen nuestros desvelos y fatigas, se nos permita venderlos al precio que en Chile se han vendido siempre en la actual estación, y que no se nos obligue á dar por medio real la porción que ha impuesto el precitado Regidor por no poderse compensar de otro modo los costos que tenemos que impender en las Labranzas...' Etc. (  38*). Para terminar este número, talvez no sea excesivo copiar a continuación una sentencia, librada por el mismo juez, en contra de dos carniceros. Dice así: 'En la Ciudad de Santiago de Chile, en dos días del mes de Febrero de mil setecientos sesenta y dos años, el señor Maestre de Campo don Luis Manuel de Zañartu, Rexidor Perpetuo de esta dicha Ciudad y su Procurador general y Jues de Abastos por comisión especial del M.I.Cavildo. Dixo que por cuanto Simón Sárate, hombre español y Maestro de Carpintería, se quejo a su Merzed de que este dia por la mañana Carlos Tapia y Pedro Carrasco, Carnizeros de Baca, al primero le fue a comprar un Guachalomo, y le pidió un Real, y porque le dijo que si no estaba mandado los diesen por medio, lo artó a desbergüensas, y aunque le ofreció el Real no quiso darselo, y tubo a bien el callar, temeroso de que no le diese con el cuchillo, por aber bisto le acometia; y que lo mesmo execucó Pedro Carrasco, su compañero, porque queriendole comprar un Estomaguillo, le pidió dos y medio reales y porque le replicó lo mesmo, también lo artó a desbergüensas y no le quiso bender dicha presa, cuia quexa y narración probó dicho Sárate en mi presencia y confesaron a su merzed dichos Carnizeros, aunque con la disculpa de que abia sido en bufonada, a lo que replico dicho Sárate ser falso& ; y porque en esto han faltado a lo mandado, asi por lo dispuesto en el Aranzel, como por lo que se les tiene mandado por su merzed en el auto que formó de probidencia para evitar tales excesos, y porque dicho Tapia y Carrasco han sido castigados por lo mesmo& los declara por incursos en la multa impuesta por el Arancel, que es la de quatro pesos a cada uno y ocho dias de Cárzel, que estarán hirrevisiblemente...' (39*). 2.° Prohibición de monopolios y especulaciones.- Si el oficio de mercader, como hemos visto, era mirado con recelo por el antiguo derecho español, y si éste, en su odio al lucro, llegaba hasta el extremo de prohibir la compra de seda, de pan, de carne y de otros artículos, para el solo efecto de revenderlos-según un comentador (72)- ¿cómo juzgaría esa época a los especuladores? ¿qué penas les reservaría la ley? ¿Qué circunstancias bastarían para imputar ese delito? Aunque es fácil adivinarlo, copiaremos, una respuesta precisa. Por cuanto 'somos informados y se ha visto por experiencia -dicen las ordenanzas de Santiago   (40*)- que cuando hay falta de algún género de mercaderías, algunas personas procuran de recoger todas las que hay de aquel género, para efecto que solamente se hallen en su poder, para vendellas a los precios que él quisiere, a lo cual se sigue notable daño a la república; y queriendo proveer sobre ello, ordenamos y mandamos que ninguna persona, de cualquier calidad e condición que sea, por sí ni por interpósitas personas, pública ni secretamente, pueda comprar ni compre en la dicha ciudad ni en sus contornos, para recoger e guardar, aunque sea a título de decir que lo quiere enviar fuera de ella, ningún género de mercaderías, so pena de perder todo lo que comprare y destierro perpetuo del reino; y que para esto sea bastante probanza averiguar haber comprado en tres partes el tal género o géneros de mercaderías'. Esta disposición -cuya cortante severidad recuerda el tono soviético- se completaba, entre otras, con la del número 55 de las mismas ordenanzas; el cual, para proteger al público de los acaparamientos de artículos indispensables, por parte de los intermediarios, imponía a los comerciantes la obligación de manifestarlos ante los alcaldes o los fieles ejecutores -que tomaban nota de las existencias y de su precio- y de ponerlos, durante nueve días, a disposición de los vecinos, a fin de que éstos pudieran surtirse a precios justos (73). Veamos ahora algunos casos prácticos, que ilustran y completan esas regulaciones. En marzo de 1619, como hubiera escasez de trigo en la ciudad -debido a que lo retenían los productores o los mercaderes- comisionó el cabildo a uno de sus miembros para que, acompañado del escribano, hiciese 'averiguación de toda la cantidad de trigo que se ha cogido en todo el valle de esta ciudad y que riega el río de ella, y lo que tienen en su poder y qué cantidad y a qué personas y precios se ha vendido, y de la cantidad que al presente tuvieren, les embargue de ello el tercio& para hacer un depósito de trigo para las necesidades de la ciudad' (41*). En cabildo de 21 de julio de 1623 -vista la falta de carne- se designó a un regidor 'para que vaya a todas las partes de esta ciudad donde entendiere hay carneros, y mande a todos los que los tienen los traigan a esta ciudad, donde los venderán a cuatro reales; y no queriéndolos dar, los tome a tres reales y traiga a esta ciudad por cuenta de ella' (42*). A mediados del mismo siglo, 'se trató y propuso (en el ayuntamiento) que era llegado a su noticia cómo todo el azúcar que se ha traído en el navío que agora poco llegó del puerto del Callao del Perú al de Valparaíso, personas desta ciudad han ido y enviado atravesarla (acapararla) toda, para encarecer este género& y lo propio corre con las botijas de miel que vienen en el dicho navío, y se acordó por Su Señoría que se despache recado en forma al señor secretario, capitán don Joan de Covarrubias, que está en el puerto de Valparaíso en la visita del dicho navío, para que su merced se sirva de hacer averiguación del azúcar que se ha vendido y miel y quién las ha comprado& para proveer lo que convenga, procediendo contra los que parecieren culpados' (  43*) . Pero salgamos de Santiago y del siglo XVII. En La Serena, en los primeros años del XVIII, se ve que el concejo dispuso que los dueños de trigo, obligatoriamente, le vendieran doscientas fanegas, para el consumo de la Población, a tres pesos cada una. Un documento, que forma parte de los producidos en esa oportunidad, nos describe uno de los trámites previos de la operación. El alcalde de moradores, acompañado del escribano, toma declaración escrita y jurada a un vecino, que expresa tener en sus graneros cuarenta fanegas, 'para el abasto y mantenimiento de su familia, y, a más, algunas fanegas para vender' (  44*). No vaya a creerse, sin embargo, que los cabildos se conformaban con estas declaraciones de los particulares. Un expediente santiaguino, de fines del siglo XVIII, hace ver que, en tales casos, como era lógico, los funcionarios obligaban a aquéllos a entregarles las llaves de las bodegas para verificar la existencia y la cantidad de los artículos monopolizados. Las principales piezas de ese expediente dicen así 'M.P.S. (Esto es, Muy Poderoso Señor). El Procurador General de Ciudad, con la devida atensión: Dice: que se le ha participado de palabra y tambien por escrito& que D. Felix Soasnavar, comerciante de trigos, ha tomado en estos dias el giro de comprar para revender todas las arinas que se conducen de afuera para el avasto publico, poniendo para ello varios mosos en los caminos, con orden expresa de que la paguen por algo mas de lo que ofrescan los panaderos: por cuyo medio ha logrado almasenar en muy poco tiempo mas de sesenta trojas en la casa de la viuda de D. Juan Bayne; de modo que si no se le pone atajo conseguira dentro de poco hacer un verdadero monopolio de esta nesesarissima especie, y precisar a los referidos panaderos a que desamparen sus oficinas, o se la compren a execibo precio, con notorio perjuicio de todo el vecindario. Y aunque esta especie de regatoneria criminosa exigía por su naturaleza una sustansiasión formal de Causa, a fin de que a su Autor se le aplicasen las penas contenidas en la Ley 19, tit. 11, lib. 5 de Castilla, concordante con las 7 y 9, tit. 25& (y con varias más, que pueden verse en la nota 74) lo pone en la alta consideración de V.S., afín de que estimando esta importantissima materia tan reconocida en el derecho& se sirva librar la providencia mas oportuna y conducente a obiar tamaño perjuicio ' (  45*). La providencia que recayó en esta petición del procurador de ciudad fue la siguiente: 'Santiago, 27 de Agosto de 788.-Dase comición la nesesaria en Derecho a D. Melchor de la Xara, Subdelegado de esta Capital, para que pase á la casa de D. Juan Baine, y reconosca las Arinas que se dise tener en ella Almasenadas y Compradas D. Feliz Suasnavares, y tomando razon de ellas, mande que se vendan y distribuían entre todos los Panaderos de esta Ciudad, combentos de Religiosos y Religiosas, al precio corriente, sin permitir exseso alguno, y se notifique al susodicho que con ningun motivo ni pretexto salga a los Caminos Publicos á comprar de los Arrieros que conducen Arinas, las que traen para el Abasto Comun, por si, ni por interposita Persona; so las penas contenidas en las Leies que se citan y en el vando publicado sobre el buen govierno.O' Higgins. Dr. Guzmán.- Ugarte'. En esta virtud, el subdelegado -funcionarios que reemplazaron a los corregidores, en la segunda mitad del siglo XVIII- expidió la siguiente resolución: 'Santiago y Agosto 27 de 1788. Notifíquese a D. Félix Suasnavares que, en el acto de la notificazion, entregue al presente escribano las llaves de las piesas en que tiene almasenadas las Arinas que se expresan, en la casa de D. Juan Beiner, para dar el devido cumplimiento a lo mandado en el auto anterior. Ante mi.- Thorre'.

No está demás agregar que el afectado con, estas resoluciones -alegando que había adquirido esa harina para dársela a un sobrino, que proyectaba instalar una panadería, y también para abastecer el convento de las monjas Claras, del cual era sindico- obtuvo que se dejara sin efecto el secuestro acordado. Por cierto, debió demostrar que no había revendido ni una sola fanega del producto. 3.°- Límites y prohibición de las exportaciones.-Una sobria declaración de Hevia traduce muy bien la doctrina jurídica que regía sobre el particular: 'Vale el decreto o estatuto hecho por la República de un Pueblo, que prohibe sacar las mercaderías y cosas necesarias a la vida humana de él, y meterlas en el de fuera, como lo dicen Baldo y Straca' (46*). A su turno, las ordenanzas de Santiago, en su artículo 56, disponían que los mercaderes debían manifestar sus compras ante los respectivos funcionarios capitulares, a fin de que 'si la república estuviere falta de algún género& se sepa quien los tiene, para no dejarlos sacar de la tal república donde estuviere, sin que primero del tal género o géneros ella quede proveída'. Centenares de ejemplos -algunos de gran interés- ofrecen nuestras Actas capitulares acerca de esas prohibiciones. El sebo, el trigo; los cueros, el oro y la plata eran los objetos más frecuentes de ese control municipal. Tan severo mostrábase el derecho con algunos exportadores, que -como tendremos ocasión de verlo- consideraba traidores a la república a aquellos, v. gr., que, por hacer su negocio, sacaban trigo del país. Ya en el siglo XVI se registran acuerdos de esa clase. Así, en cabildo de 8 de julio de 1583, resolvieron 'sus mercedes que, por cuanto hay gran falta en esta ciudad de candelas y sebo para ellas, y si se diese lugar a que se saque para el Pirú, como al presente se dice que lo envían algunas personas, esta ciudad quedaría muy desproveída, y para que se ponga remedio en lo susodicho, mandaron que se apregone públicamente que ninguna persona lleve a embarcar ningún sebo ni velas sin licencia deste Cabildo, so pena que lo tenga, perdido, aplicado para propios desta ciudad' (47*). Que el concejo de Santiago velaba continuamente para impedir la salida de dinero del país lo demuestra la siguiente cédula real, recibida por los capitulares en sesión de 25 de junio de 1629: 'El Rey.- Conde de Chinchón, pariente, de mis Consejos de Estado y guerra y gentil hombre de mi cámara, a quien he proveído por mi virrey, gobernador y capitán general de las provincias del Pirú, o a la persona o personas a cuyo cargo fuere su gobierno. Por parte de la ciudad de Santiago de las provincias de Chille me ha sido hecha relación que los mercaderes que iban a aquel reino sacaban toda la plata que hay en él a trueco de mercaderías que llevaban, con que obligaban a padecerse muchas necesidades; suplicándome mandase que los dichos mercaderes no puedan sacar la dicha plata y que en retorno de sus mercadurías sólo lleven frutos de la misma tierra, como estaba dispuesto por leyes destos reinos. Y visto por los de mi Consejo de las Indias, he tenido por bien de remitiros lo que a esto toca, como por la presente os lo remito, para que proveáis en ello lo que convenga. Fecha en Madrid, a diez y seis de Marzo de mill y seiscientos y vente y ocho años. YO EL REY. Por mandado del Rey nuestro señor. Antonio González de Legarda' (48*). Por lo demás, años antes de que llegara esta real cédula, vemos que el ayuntamiento, con el mismo fin, había ordenado 'que cada vez que salga navío deste reino vaya un regidor deste Cabildo al puerto de Valparaíso', y si ve que en ellos llevan dineros, 'los saque y traiga a esta ciudad' (49*). En 11 de octubre de 1652, como supieran nuestros concejales que el navío San Jacinto había cargado mil fanegas de trigo, en circunstancias que éste escaseaba en Santiago, ordenaron a uno de los alcaldes que fuese a Valparaíso 'y lo haga desembarcar y traer a esta ciudad, donde se repartirá y venderá por cuenta de su dueño' (50*). En abril de 1693 -días después de saberse, por denuncia del alcalde, don Juan de Lecaros, que muchas personas habían comprado más trigo del necesario paras su casa- se ordenó 'que ninguna persona saque desta ciudad, de cualquier calidad que sea, para el puerto de Valparaíso ni otros destas costas& trigo, harina ni bizcocho, pena de cien pesos y perdido cualquiera de los géneros referidos y las mulas en que se condujere' (51*). Pero estos acuerdos municipales resultan un poco suaves, si se comparan con las doctrinas, singularmente anti-individualistas, que encontramos en dos piezas capitulares, de fines del siglo XVII. En una de ellas-trátase de una carta, dirigida al cabildo por dos de sus miembros, comisionados por éste para impedir en Valparaíso la exportación de trigo-se expresan los siguientes conceptos. Hablando, v. gr., de la escasez de granos, motivada por la especulación, dicen: 'sólo sabemos, por la muestra del pan que traen de esa ciudad, la miseria en que se halla en tiempo de sus cosechas, por haberse insolentado la tiranía y codicia, que quieren hacer obedecer a quien los debe mandar'. En otra parte, aseguran que ellos no permitirán exportar trigo, 'aunque arriesguemos las vidas, así por la comisión que exercemos como por ministros que debemos celar el bien común'. Más adelante, sostienen que el cabildo tiene la obligación de favorecer a la república y 'proveerla por todos los medios que importaren para su alivio y conservación, aunque lo sienta la tiranía particular, con que se trata de necesitar y destruir la patria'. Agregan, en fin, que el concejo debe dominar severamente a los productores y mercaderes y conseguirse trigo de cualquier modo, 'sin embarazarse en si tiene o no plata la Ciudad para comprarlo, porque si esto fuera imposible, pereciera una república por la, voluntad de la codicia, o se diera lugar a un motin, que fuera de peor consecuencia' (52*).El otro documento es un informe jurídico, leído en un cabildo abierto, de principios del año 1696, y redactado por el asesor de la corporación. 'Las leyes-dícese ahí-son en dos maneras: unas que miran a la conservación del bien particular, y otras a la conservación del bien público, como son las premáticas en que se pone tasa al trigo y pan cocido, las cuales obligan, no sólo en el fuero externo, sino en el interno, y el que las quebranta, ultra de las penas impuestas para su observancia, está obligado a la restitución, porque comete especie de hurto, y por consiguiente, se debe considerar como traidor a la república. La principal obligación de los Ayuntamientos y Concejos es tener bien abastecidas sus repúblicas, cuidando no sólo de la bondad de los mantenimientos, sino que se extraigan y destruyan los malos y que tuvieren corrupción, porque éstos más sirven de destruir la vida que de alimentarla y mantenerla. Ninguno de los mantenimientos tan cognatural al hombre como el pan, y por eso cuidan en todas las repúblicas, y aun en la gentilidad, de asegurarle por sus magistrados en abundancia& '. Vista, pues, la carestía del trigo, 'se debe atender con todas fuerzas a que se evite y no se permita en la cosecha venidera se saque grano de trigo, sin haberse asegurado doce mil fanegas para la república, a las cuales se les puede poner un precio moderado, con la calidad de que asegurado cada cosechero lo que le cupiere en razón de las doce mill fanegas, pueda vender para fuera del reino el trigo a como quisiere' (53*). Es cierto que una lectura completa de éstos y otros documentos muestra cómo frecuentemente se burlaban esas regulaciones; y no hay que asombrarse, puesto que capitulares y hacendados -ya lo hemos dicho- eran los mismos. Sin embargo, el control dé la autoridad se ajustaba de tal manera a las leyes y al régimen económico-moral de la época, que, cualesquiera que fuesen los ímpetus del interés privado, había limites, de vieja estirpe cristiana, que no podían franquearse con facilidad (74) . 4.° Planes económicos referentes al sebo: Aunque el término economía dirigida, o planificada, sólo puede aplicarse a aquellos sistemas de nuestros días, que actúan sobre toda la vida económica de un pueblo -véase nota 75- uno se halla tentado a usarlo, al considerar las minuciosas reglamentaciones de que fue objeto el sebo, durante el Coloniaje. ¿Cómo no hablar de planes, frente a una regulación industrial y mercantil que no dejaba escapar de sus marcos ni un detalle, desde la producción de ese artículo, y aún desde antes, hasta su consumo interior y exterior? Veamos, por ejemplo, algunos acuerdos municipales, tomados hace trescientos años. En octubre de 1635, se prohibió terminantemente mezclar el sebo con la grasa, entendiéndose por sebo únicamente aquello 'que se saca de las reses dentro del vientre, porque todo lo más de afuera se declara ser grasa' (54*). Poco después, el cabildo fijó como máximo de producción de ese artículo la cantidad de nueve mil quintales, que se prorratearían entre los vecinos y dueños de estancias y ganados (55*). Hecha y presentada la prorrata -o rata- se confirmó por el ayuntamiento, en sesión de 27 de noviembre de 1635. En consecuencia, dispúsose 'que ninguna persona, de cualquier calidad y condición que sea, atento a lo que importa para el real ejército y bien común haya muchos ganados, no maten más ganado ni hagan más sebo del que le está señalado por dicha rata, so pena de perdido el sebo y cuero que hicieren' y que sólo una parte de la producción pudiera embarcarse 'para fuera del reino y lo demás quede para abasto de esta ciudad' (56*). Posteriormente, ordenó el cabildo pregonar la prorrata en la ciudad y comunicar 'a los corregimientos un tanto de lo que les tocare a cada corregimiento' (57*). En febrero de 1636, se envió a Valparaíso al procurador general para que tomara nota de todo el sebo que ahí hubiese, de las personas que lo hubieren llevado y de todo lo demás que conviniere, a fin de establecer 'si va conforme está ordenado y en la cantidad que a cada uno se repartió& y si está libre de la mezcla de grasa y con la limpieza que está capitulado' (58*). Después, como vieran que la exportación sin medida abarataba mucho el producto en el Perú, acordaron los capitulares hacerlo embarcar por partidas, a fin de no saturar el mercado exterior. Un navío debía partir en diciembre; otro en marzo; otro en mayo, y el último en agosto, 'de todos los años'. Bajo pena de perderlo, ningún sebo podría exportarse en otra fecha. Para vigorizar este acuerdo y darle 'fuerza de ordenanza, mandaron se pida confirmación de este dicho auto a los señores presidente y oidores de la Real Audiencia' (59*).A estos datos podríamos agregar muchos otros. Así, en cabildo de 8 de julio de 1647-para proteger a algunos deudores, arruinados por el terremoto de mayo se prohibió comprar sebo, en Valparaíso y en toda la jurisdicción, en un precio inferior a cinco patacones. Pues, como dicen las Actas, al ver ' el trabajoso estado de los vecinos y la falta que hay de dinero, las personas que tratan de cobrar lo que les deben lo quieren rebajar a cuatro y medio, en daño de los cosecheros y de la república' (60*). En 1668 -tal como se estila en las instrucciones comerciales que se dan a los embajadores- ordenó el cabildo que el procurador enviado al Perú 'tratase con el Cabildo de la ciudad de los Reyes que para en caso que esta ciudad (de Santiago) hiciese asiento sobre el precio del sebo en aquella de los Reyes, no se le pusiese tasa, con tal que no pasare de diez pesos el quintal, vendido en el Callao, y que si fuese de conveniencia para aquella ciudad, enviase a ésta sus poderes para resolver y ajustar el contrato' (61*). En ayuntamiento de 18 de enero de 1669, para dar mejor precio al sebo y a los cordobanes, de que estaban llenos los almacenes de Lima, se trató sobre cuánto 'convenía dar forma y modo como las matanzas de los ganados mayores y menores se regulasen al gasto y consumo', acordándose, previa discusión, 'que se diese un año de hueco a las matanzas del ganado vacuno, cabrio y ovejuno', con las excepciones, naturalmente, que exigiera el abasto público (62*). Interesantes son también los cabildos de 28 de mayo y de 12 de julio de 1675. En el primero -que fué abierto, con asistencia de 'los vecinos cosecheros y las personas del comercio'- se ordenó nuevamente establecer la alternativa en las matanzas de ganado, es decir, el gran remedio de prohibir la producción durante ciertas épocas, a fin de elevar los precios. Como para el éxito de esta medida era necesario que la prohibición rigiera en todo el país, se resolvió comunicar este negocio a los cabildos de Concepción, La Serena y Chillán (63*). Hay constancia de que la primera de estas ciudades, por lo menos, aceptó la alternativa (64*). El acta de 12 de julio contiene los ordenamientos que expidió Santiago sobre esa grave materia: que nadie mate ganado cabrío 'desde aquí para adelante hasta el mes de diciembre del año que viene', bajo pena de quinientos pesos y pérdida del sebo y cueros; que, desde el 1.° de noviembre de 1675 hasta el 1.° de diciembre del 76, 'en ninguna curtiduría de este reino se beneficien ni curtan cueros de ganado cabrío', bajo la misma pena; que, durante el tiempo que se permita su comercio, 'no se reciba en las bodegas ni se embarque en los navíos de cualesquiera de los puertos de este reino sebo alguno que no sea encostalado en cueros de cabra  ' (65*). Posteriormente, como los agentes capitulares descubrieran en Valparaíso 'algunos costales de sebo con la mayor parte de arena' -lo cual 'era en grande detrimento del bien común y causa pública de esta ciudad& demás de que la administración de justicia pide la seguridad de los contratos y la observancia de la buena fe en los comercios'- mandó el cabildo 'que no se reciban en el puerto de Valparaíso ni en sus bodegas, ni se embarque... costal de sebo alguno que no vaya marcado con la marca y señal de su dueño', que debía registrarse previamente en la corporación (66*). El acta de 5 de octubre de 1682 nos permite comprobar, sin embargo, que esta última providencia no tuvo mucho éxito, porque vemos que en las 'bodegas del capitán Joseph Vásquez se había recibido una partida de sebo& que no era líquido, sino es misturado con otra cosa que no hacía unión y se presumía ser arena, en orden a aumentar el peso' (67*). Para averiguar el fraude y castigarlo, se envió a Valparaíso al fiel ejecutor y, además, se reiteró a los cosecheros el auto de que pusieran su marca en los costales 'cuya providencia fué en orden a excusar el fraude de que hoy se trata' (68*).En resumen, si agrupáramos estos curiosos datos, junto con otros ya conocidos, obtendríamos un plan regulador, a base de los siguientes puntos. Primero: fijación, en cada corregimiento, del número de animales que debía beneficiarse por cada uno de los productores de sebo, a fin de evitar que faltara el ganado necesario al país y al ejército. Segundo: definición precisa del artículo y prohibición de mezclarlo con grasa. Tercero: fijación del precio a que debía venderse en el reino y demás reglas sobre su expendio al público. Cuarto: indicación de la cantidad de sebo que podía exportarse, para evitar escasez interior. Quinto: control de la exportación, mediante inspecciones de los embarques y obligación de los productores de estampar sus marcas en los costales, a fin de impedir y castigar las adulteraciones. Sexto: medidas reguladoras para asegurar su buen precio en el mercado de Lima; entre ellas, la de prohibir que se beneficiara ganado durante ciertas épocas, para evitar la super-producción, o la de ordenar que los navíos que transportaban el sebo salieran sólo cada tres meses de Valparaíso, a fin de que no abundara en los almacenes del Perú, o la de enviar embajadores ante el virrey y los colegas del cabildo de Lima, para tratar con ellos del referido tráfico. (Concluirá)....

__________

Notas

 1*

BARROS ARANA.- «Historia General de Chile», cit. T. L, pág. 355. Nota. Volver

 2* 

Actas, T. I, pág. 510. Cabildo de 18 de enero de 1556. Volver

 3* 

Id., tomo II. Volver

 4* 

DOMINGO AMUNÁTEGUI S.-El Cabildo de La Serena., cit., pág. 40. Sesión de 10 de julio de 1693. Volver

 5* 

Cabildo de 27 de julio de 1691. Actas, T. XXII, págs. 401-402. Volver

 6* 

Actas. Año 1707. En «Revista Chilena de Historia y Geografía». Mayo-Agosto de 1933, pág, 481, Cabildo de 7 de enero de 1707. Volver

 7* 

Actas. T. I, pág. 104. Volver

 8* 

Cabildo de 20 de julio de 1553. Id., Id., págs. 354-356. Volver

 9* 

Cabildo de 4 de mayo de 1674. Actas, T. XVIII, págs. 323-324. Volver

 10* 

Cabildo de 23 de noviembre de 1672. Id., Id., pág. 277. Volver

 11* 

Cit. por VICUÑA MACKENNA.- «Historia de Santiago», cit., T. II. págs. 243-244. Volver

 12* 

Id., Id. Volver

 13* 

Id., Id. Volver

 14* 

HEVIA.- «Curia Philipica»., cit., pág. 264. Volver

 15* 

Cabildo de 31 de enero de 1553. Actas, t. I, pág. 338. Volver

 16* 

Cabildo de 31 de mayo de 1612. Id., t. VII, pág. 325. Volver

 17* 

Cabildo de 3 de julio de 1700. Id., t. XXIV, pág. 347. Volver

 18* 

Cabildo de 27 de febrero de 1704. Id., id., pág. 361. Volver

 19* 

Cabildo de 9 de marzo de 1813. Id., t. XIX, pág, 198. Volver

 20* 

Número 11 de las ordenanzas de Santiago, cit. Volver

 21* 

Números 11, 12 y 14. Id. Volver

 22* 

Número 34. Id. Volver

 23* 

Cabildo de 5 de enero de 1545. Actas, t. I, pág. 108. Volver

 24* 

Véase cabildo de 12 de enero de 1545. Id., id., págs. 108-109. Volver

 25* 

Documentos (manuscritos) de la capitanía general, cit. Vol. 928. 16953. Expediente sobre visitas de pesos y medidas en Santiago. Año 1789. Fojas 102. Volver

 26* 

Recop. leyes de Indias, cit. Ley 19, tít. 12, lib. V. Volver

 27* 

Cédula real de 10 de mayo de 1554. Figura en el encabezamiento de las ordenanzas de Santiago, cit. Volver

 28*

Id.

Volver

 29*

Cabildo de 13 de agosto de 1548. Actas, t. I, págs. 145-148. Volver

 30*

Recopilación de leyes de Indias: Ley 1, tít. 1, lib. 2. Volver

 31*

Cédula real de 6 de marzo de 1628. Actas t. X, págs. 104-105. Volver

 32*

Véase Actas, t. XVI, págs. 265-328. Volver

 33*

Actas, t. XVI, pág. 271. Volver

 34*

Id., Id., Id. Volver

 35*

Id., Id., pág. 282. Volver

 36*

Ver Ceremonial (manuscrito) del cabildo de Santiago de 1760, cit. foja 14. Volver

 37*

Véase, por ejemplo, cabildo dé 19 de octubre de 1813. Actas, t. XIX, pág. 274. Volver

 38*

Documentos (manuscritos) de la capitanía general, cit. Vol. 842. 16579. Sobre arreglo del pan en Santiago. Año 1782. Fojas 18. Volver

 39*

Id. Id. Como ni éste ni el anterior documento dicen relación con el pan, parece que corresponden a un legajo distinto, no catalogado por Medina. De todos modos, figuran a continuación del expediente a que se refiere el Indice. Volver

 40*

Ordenanzas de Santiago, número 51. Volver

 41*

Cabildo de 12 de marzo de 1619. Actas, t. VIII, p. 328. Volver

 42*

Actas, t. IX, p. 149. Volver

 43*

Cabildo de 8 de febrero de 1651. Actas, t. XIV, p. 89. Volver

 44*

Véase AMUNÁTEGUI: - «El Cabildo de La Serena», cit. págs. 74-75. ANALES 7.- 1936. Volver

 45*

Esta pieza y las dos que siguen, pueden verse en Documentos capitanía general, cit. Vol. 892.-16578.- El Procurador, de ciudad sobre compra de harinas.-Año 1788. Fojas 16. Volver

 46*

Curia, Philipica, cita p. 295. Volver

 47*

(*) Actas, t. IV, P. 103. Volver

 48*

(*) Id., t. X, págs. 165-106. Volver

 49*

(*) Véase cabildo de 2 de marzo de 1611. Id., t. VII, p. 241. Volver

 50*

(*) Actas, t. XIV, p. 265. Volver

 51*

(*) Cabildo de 7 de abril de 1693. Id., t. XXIII, p. 78. Volver

 52*

(*) Esta carta puede verse en las páginas 255 a 257 del tomo XXIII de Actas. Figura a continuación del acta de 6 de mayo de 1695. Volver

 53*

(*) Véase cabildo abierto de 25 de enero de 1696. Actas, t. XXIII, p. 348-330. Volver

 54*

(*) Cabildo de 28 de octubre de 1635: Id., t. XI, p. 148. Volver

 55*

(*) Cabildo de 9 de noviembre de 1635. Id., id., p. 149. Volver

 56*

(*) Actas, id., p. 159-151. Volver

 57*

(*) Id., id., p. 158. Cabildo de 28 de diciembre de 1635. Volver

 58*

(*) Cabildo de 12 de febrero de 1636. Id., id., p. 163. Volver

 59*

(*) Cabildo de 5 de febrero de 1638. Id., id., p. 279. Volver

 60*

(*) Actas, t. XIII, p. 202. Volver

 61*

(*) Cabildo de 17 de noviembre de 1668. Id., t. XVII, p. 296. Volver

 62*

(*) Actas, id., p. 307. Volver

 63*

(*) Id., t. XVIII, p. 449. Volver

 64*

(*) Véase cabildo de 20 de septiembre de 1675. Id., id., p. 469. Volver

 65*

(*) Actas, id., p. 455-456. Volver

 66*

(*) Cabildo de 28 de septiembre de 1679. Id., t, XX, p. 308-309. Volver

 67*

(*) Acta, t. XXI, p. 190. Volver

 68*

(*) Id., id., p. 190-191. Volver