Introducción

Como el título lo indica, deseo formular un planteo crítico, más que un juicio, acerca del estado actual del sistema democrático de gobierno. Actual, sí; pero ¿dónde? ¿En Chile o en todo el mundo?.

Se entiende que para nosotros un planteo crítico de la democracia tiene interés especial con relación a nuestro país. Pero también es efectivo que un intento de inventario de nuestro sistema democrático y planteo directo de su dinámica, nos convencería de su gran complejidad, obligándonos a explorar sus raíces nutricias. Ahora bien, nuestro sistema, en lo más importante de su ideología es una vasta copia, adherida, eso sí, a nuestro modo de pensar y de ser por una larga tradición de ejercicio y vida democráticos. Y puesto que el otro elemento de nuestro sistema político es la idiosincrasia nacional, factor sólo perceptible por intuición y difícil de aislar de los reflejos mentales adquiridos, resulta que la presentación directa de la democracia chilena, siendo de un contenido tan vasto, resulta demasiado compromitente, para abordarla someramente.

Por eso he preferido presentar la democracia general, es decir, como experiencia histórica. No olvidemos que la historia es la etimología de las ideas y muy particularmente en materias políticas. Todos sabemos, no obstante, que los resúmenes son muy delicados, arriesgados y sujetos a beneficio de inventario. Afortunadamente, la historia de la democracia relata hechos, los cuales se suceden a lo largo tiempo. La relación sucinta de esos hechos no tiene mayores alcances críticos y por otra parte los juicios a que los hechos dan lugar, o son ajenos, o figuran tan sólo en la conclusión que propongo.

Así pues, tal como aparece en el esquema, hablaremos primeramente de la democracia antigua, ateniense y jónica, y más tarde, romana. Haremos una referencia a la democracia en la Edad Media. Y después haremos una descripción breve, pero paso a paso, de la evolución parlamentaria y democrática inglesa, que forma actualmente la mejor tradición de este sistema de gobierno en el mundo. Luego veremos, en su origen y desarrollo, la tradición democrática francesa, que es completamente distinta. Diremos de paso por qué eliminamos todo el resto y nos quedamos con la experiencia antigua y sólo estas dos escuelas típicas modernas. Por último, nos arriesgaremos a una conclusión.

La democracia ateniense. La formación.

Es de todos sabido que la democracia nació en Grecia, más exactamente en Atenas, hace 24 o 25 siglos. Esto quiere decir literalmente que nunca antes había existido un régimen semejante. Por mi parte estoy convencido de que esta opinión es exagerada. Las tribus en general, cuando los pueblos son nómades y no se han fijado todavía en un territorio determinado, tienen siempre un viso democrático en su organización. En general en las tribus hay, como órganos de gobierno, un jefe asesorado por un consejo. Este consejo es limitado y restringido, o sea, formado por nobles, cuando la tribu es grande; y amplio, formado por todos los individuos útiles, cuando es pequeña. Aunque haya variantes en el sistema, de todos modos, la participación del pueblo en el gobierno es propia del régimen tribal. Por consiguiente, no es tan nuevo el principio del sistema de Atenas en el siglo V como la historia nos lo hace creer. Antes de edificar sus ciudades cerca del mar, los griegos, aqueos y dorios, eran tribus errantes que se quedaron en aquella península. Nos podemos figurar entonces el establecimiento de la democracia ateniense como una reminiscencia de épocas pasadas. Los atenienses llegaron al régimen democrático por eliminación sucesiva de los reyes-sacerdotes primitivos y después del régimen de los eupátridas, o jefes del culto familiar. Estos regímenes, con el tiempo envejecieron. Tenían ambos un fundamento religioso y a medida que los asuntos públicos desbordaban el ámbito puramente litúrgico, primero los reyes y después los eupátridas perdieron su prestigio ante los elementos nuevos que generaba la sociedad y frente a los problemas nuevos que suscitaba el incremento del comercio y la riqueza.

El hecho es que estos regímenes encontraron mucha oposición y dificultades hasta que el último de ellos fue derribado por Pisístrato, a mediados del siglo VI a. C. Este personaje fue el primer tirano de la historia, quiero decir, el primero conocido a quien se aplicó este término, que es griego. Sucedió que Pisistrato y sus dos hijos, los Somozas de Atenas, fueron muy populares y además hicieron diversas cosas tanto malas y ofensivas para cierta gente, como buenas y progresistas. Pero no pudieron afianzarse en el poder. El último de ellos, Hiparco, fue derribado por Clístenes, abuelo de Pericles. El cual estableció la democracia a lo mejor un poco para hacerse perdonar su calidad de aristócrata. Lo cierto es que el pueblo aplaudió de nuevo, pero esta vez tomó con entusiasmo el poder efectivo de que se le revestía.

Aquella democracia era por cierto muy curiosa comparada con las actuales. Directa, los ciudadanos mismos constituían el Congreso, en vez de elegir representantes. Ates; era un Estado peculiar, una simple ciudad, próxima al mar y con su puerto, rodeada de un territorio muy pequeño; Aunque marinera y destinada a ser muy rica, no alcanzo nunca a tener la actual población de Valparaíso, si es que tuvo la de Concepción. Es sabido que los ciudadanos eran relativamente poco numerosos en comparación de los esclavos y metecos que no tenían la ciudadanía. Tal vez los ciudadanos nunca llegaron a 40.000. No es menos cierto que este número es siempre abrumador e imposible para una asamblea. Pero la mayor parte de los ciudadanos no podía participar en la Asamblea, por sus ocupaciones y ausencia en la marina y las colonias. Una que otra vez alcanzaron a reunirse 6.000 en el Pnix, que era una plaza o ágora. Habitualmente concurrían muchos menos. Pero de todas maneras aún una pequeña fracción de ese número es enorme para una Asamblea deliberante y el resultado fue que sólo hablaban los oradores de talla, únicos capaces de hacerse escuchar.

Pero éste fue un aspecto parcial del gobierno ateniense. La verdadera idea democrática de aquella época era que todos los ciudadanos participaban por igual en los organismos de poder. Estos organismo eran muchos, o sea, que el gobierno no se manejaba por intermedio de funcionarios, sino por los propios ciudadanos. Había tribunales, senado, comisiones permanentes para muchas cosas, inspecciones varias, funciones diversas, ejecutivas, militares, administrativas. Así, la representación ciudadana en todos los organismos de poder estaba asegurada de una manera en lo posible adecuada. Los grandes cargos ejecutivos unipersonales, o bien, otros de pocas personas, o de mucha responsabilidad, eran todos electivos. En cambio los tribunales judiciales y otros muchos organismos que sólo actuaban por votación, estaban formados algunos por centenares de personas elegidas a la suerte. Por ejemplo, Sócrates fue condenado por mayoría de votos en un tribunal formado por más de quinientas personas. Debe agregarse que existían muchas precauciones legales, tradicionalmente respetadas, para bloquear cualquier arrebato de la Asamblea.

Sin detallarlos, tales fueron los organismos políticos de esa admirable ciudad que se erigió en cabeza de un imperio marítimo muy importante, muy rico y de un imperialismo voraz y sistemático; pero al mismo tiempo, de un espíritu abierto a las ideas, a la inteligencia, al ingenio, al interés por el conocimiento. El ambiente ateniense todos sabemos que fue siempre propicio a la sugestión de la palabra, curioso del secreto de las cosas, interesado en la naturaleza, el hombre, el misterio, la poesía. Hubo alguna relación entre el sistema político y el florecimiento de esa cultura tan extraordinaria en su fecundidad. Heródoto lo afirma, diciendo a propósito de las guerras médicas que las increíbles victorias que relata se deben a la superioridad del ciudadano libre sobre el esclavo. Y, aunque posteriormente, como lo veremos, la opinión sobre el sistema cambió mucho a medida que se deterioraba, hay que dejar constancia de que los atenienses y sus aliados jónicos nunca más lo abandonaron, como si hubiera sido en ellos una segunda naturaleza, y no por motivos en algún sentido especiales, sino porque asegura la libertad y la igualdad a los hombres, como lo dice Demóstenes formalmente en discurso pronunciado sólo 14 años antes de la pérdida de la independencia de la ciudad.

La evolución

Entre tanto sucedió que la base humana de gusten del sistema sufrió rápidamente una doble selección muy característica. Por un lado la gente más activa, más responsable y de mayores condiciones personales se dedicaba a los trabajos esforzados y lucrativos del comercio, la colonización y la marina. Estos no iban a la Asamblea ni desempeñaban cargos públicos porque estaban ausentes y carecían de tiempo. Por otro lado la Asamblea estaba formada por dos categorías muy distanciadas de personas. Los ciudadanos que no desempeñaban actividades laboriosas y eran por lo mismo vulnerables a los estímulos demagógicos y al soborno, formaban la masa de los votantes. Por otra parte, la gente de talento y situación, movida por ambiciones nobles en general, constituían un reducido grupo dirigente formado por personalidades sin homogeneidad y espíritu de grupo, pero superiormente dotadas.Ahora veamos cómo ejerció su poder la Asamblea. Bien, durante unos cincuenta años, período que comprende el de las guerras médicas y el afianzamiento de Atenas como potencia marítima. Pero menos bien a partir de entonces, o sea, ya desde antes del gobierno de Pericles. Todos sabemos que este gobierno fue gloriosísimo, que marca el mayor esplendor de Atenas. Pero si se ven las cosas tales como sucedieron, resulta que el único mérito de la Asamblea durante el gobierno de Pericles fue de haberlo mantenido en su cargo. Cooperación activa, ninguna. Abdicación interesada, sí. Interesada no tanto en los dos o tres óbolos diarios que se adjudicaron los votantes; sino, en cuanto éstos se hicieron valer en forma caprichosa y a veces perniciosa para los intereses públicos, como por ejemplo al intervenir directamente la Asamblea con criterio local en las relaciones con otras ciudades griegas.

La decadencia quedó a la vista a la muerte de Pericles, en 429, cuando le sucedió, investido por la Asamblea, Cleón, un demagogo profesional, zarandeado en forma magistral por Aristófanes. Ya entonces se había iniciado la desastrosa guerra llamada del Peloponeso entre los bandos jónico y dorio de los griegos, los primeros encabezados por Atenas, los otros por Esparta. Durante el desarrollo de esta guerra, que duró 25 años, el desempeño de los combatientes y ciudadanos atenientes fue notable, pues defendieron su ciudad y atacaron a su vez con denuedo y tenacidad encomiables. Ya por entonces se inició la polarización de todos los griegos en dos partidos, el democrático, jónico o ateniense y, el oligárquico, dorio o espartano. Este último triunfó en la guerra en el año 404. Atenas fue ocupada y quedó a merced del vencedor durante algún tiempo. Pero las penalidades no terminaron ahí. El propio régimen interior de gobierno, ahora complicado con mayores dificultades, manifiesta una decadencia irregular, pero constante, como en toda Grecia, por lo demás. No solamente hubo nuevas guerras entre los griegos, sino que la división de ellos en dos partidos tomó ahora una nueva dimensión, horizontal entre los bandos de Atenas y Esparta, división que el surgimiento de Tebas hizo más complicada, aunque menos peligrosa; y además división vertical entre ricos y pobres al interior de cada ciudad, los primeros unidos en un partido democrático, los otros en un partido oligárquico. El año 358 estalló una primera guerra social que fue terriblemente cruel y duró tres años. Desde entonces el partidarismo de clases se adueñó del ánimo de los ciudadanos en toda Grecia, menos en Atenas que en otras ciudades más expuestas a los cambios de partido. Según Ferrero, la guerra de ricos y pobres fue la verdadera causa de la destrucción de la civilización helénica y antigua en general. Lo se observa en Atenas en el ámbito institucional es un interés sórdido de los ciudadanos en el erario público, tendencia de la mayoría a imponer tributos de extorsión, abulia creciente frente a los asuntos de responsabilidad, deseos de entregarse a algún demagogo o dirigente de confianza en lugar de ejercitar la facultad de gobernarse. Es lo que aparece reiteradamente en los discursos de Demóstenes, el último defensor de la integridad de Atenas frente a la amenaza que surgía el en norte, la ambición de Filipo de Macedonia. Este ataca y triunfa en Queronea. En 338 Atenas pierde la independencia y a poco andar, toda la Grecia.

En suma, la democracia, desde su establecimiento hasta el fin de la República ateniense, ha descrito un ciclo de 170 años. Marchó bien, fue un verdadero gobierno durante les primeros 50. A partir de entonces la Asamblea se deja llevar más y más por el espíritu demagógico. Esto quiere decir que los demagogos profesionales son escuchados y seguidos, las leyes que hacen aprobar sientan precedentes inconvenientes y el espíritu de gobierno se enerva y se corrompe, sustituido por un espíritu de molicie y disfrute para el cual el gobierno, más que medio para obtener el bien general es el fin mismo de la actuación de los ciudadanos por el provecho material y de consideración que les acarrea.

Es interesante observar la relación cronológica que existe entre la creación cultural y la salud del organismo político. Cuando la decadencia se inicia con la muerte de Pericles y el advenimiento de Cleón, ya han muerto Esquilo y Praxíteles, también Milcíades, Arístides y Simón entre los políticos. Pero están en actividad y se les puede encontrar dentro de los límites urbanos, citándolos por orden de edad, Sófocles, Heródoto, Fidias, Eurípides, Protágoras, Sócrates, Aristófanes, Alcibíades, el más joven, entre otros contemporáneos. Han nacido en ese mismo tiempo Platón y Escopas, el escultor. No han venido al mundo todavía Aristóteles, Apeles, Lisipo. Se ve en general que hay cierta correspondencia entre esplendor institucional y cultural. La tragedia corresponde a la época del vigor cívico y rigidez de ideas; las artes plásticas se extienden en un período más largo; la filosofía recoge en cierto modo la experiencia del tiempo transcurrido.

Por eso también los juicios de Platón, que había presenciado la toma de Atenas por los espartanos y había de morir sólo once años antes de la pérdida de la independencia, son muy desfavorables al sistema democrático de gobierno, que para él se confunde con la demagogia. Aristóteles en cambio hace la diferencia mediante una distinción muy profunda. Según él, democracia es el gobierno de la mayoría inspirado en el interés general y demagogia es el gobierno de la mayoría inspirado en el propio interés de ésta.

Hay algo todavía que conviene recordar. Con la conquista macedónica no ha terminado la historia de Atenas y de Grecia. Las ciudades griegas conservan sus instituciones tradicionales, pero dentro de un ámbito de independencia disminuida. Es la época helenística. Sobreviene un período de largas guerras por la liquidación del Imperio de Alejandro, lleno en toda Grecia de luchas civiles y sociales, desórdenes y tiranías internas. Grecia es disputada durante largo tiempo entre el Egipto de los Tolomeos y los reyes macedónicos. Pero entre tanto la característica de la época es que habiendo ya salido de la historia, Grecia y particularmente Atenas, se estiman siempre el centro del mundo por la superioridad de su cultura, por la irradiación universal de ella, por la fecundidad, aún no cegada, de su genio. El contraste es patético entre la actividad de la inteligencia y la total inaptitud de generar un gobierno, de volver a las antiguas virtudes cívicas, de recuperar la independencia. Después de la victoria del cónsul Pablo Emilio sobre el rey Perseo de Macedonia, Grecia es anexada al Imperio de Roma y es convertida en provincia, gobernada por un procónsul. En suma, al ciclo democrático de 170 años ya descrito, se agregan otros 200 fuera de la independencia y de la hasta su reducción a provincia sin instituciones propias.

La Republica romana

¿Cuál es, ahora, el caso romano? Roma, ¿fue una democracia? La respuesta es equívoca. Después de derrocados los reyes, el núcleo del Gobierno fueron los cónsules que se renovaban en los comicios curiales, formados por patricios y caballeros. Estos formaban también el Senado por elección más o menos nominal, porque era un cuerpo eminentemente aristocrático. La facultad legislativa era restringida en el antiguo derecho y por eso al principio el Senado no tenía gran importancia. Pero muy pronto la plebe exigió representación política y la obtuvo con la facultad de elegir en los comicios centuriales, donde tenía mayoría, magistrados de elevada categoría e inviolables, los tribunos. Desde entonces el objetivo de los plebeyos es la igualdad de derechos con los patricios, pero no en virtud de un principio sino por motivos siempre concretos. Desde luego la plebe impuso la facultad para los comicios centuriales de dictar leyes tan válidas como las demás. Fue conquistando el acceso, una a una, a todas las magistraturas. El Senado, ahora más importante, se vio obligado a crear otras nuevas, exclusivas, para ceder y mantenerse a la vez. Al cabo de más de dos siglos, o sea a principios del siglo III a. C., se puede decir que ya había desaparecido toda diferencia importante de derechos políticos entre patricios y plebeyos.

Sin embargo, esta rivalidad más o menos hostil entre plebeyos y patricios sufrió en Roma una transformación muy propia. No tomó, como en Grecia, el aspecto de una lucha de clases porque el poder estaba compartido y los ricos, tanto patricios como plebeyos, bregaban los cargos electivos indistintamente. Estas luchas entre candidatos desataron un afán de servicio y complacencia del electorado que se mantuvo durante dos siglos dentro de límites normales, si se admite como criterio la paz pública y eficiencia en el gobierno. Este fue el período más feliz de la historia de Roma, durante el cual la ciudad se hizo dueña de Italia. Se ve que sólo podemos llamar democracia en Roma el período que se inicia con la igualación de derechos, aunque era una democracia un poco sui generis, particularmente porque la competencia de las autoridades elegidas en los comicios de la ciudad se extendía enormemente más allá del territorio habitado por los votantes, a una parte de Italia cada vez mayor.

De toda suerte hasta aquí la historia institucional de Roma se desarrolló normalmente; pero cuando sobrevino el período de la conquista, después de las guerras púnicas, se rompió la normalidad en la política interna. Las conquistas, en efecto, fueron empresas totalmente desquiciadoras por el desorbitado poder personal que conferían a los imperatores encargados de ellas y las intensas codicias que despertaban, puesto que eran saqueos y exacciones realizados en enorme escala. El nombramiento de los imperatores y legados que ejercían el mando, el destino de los tributos impuestos a los vencidos, el licenciamiento de las tropas vueltas de la guerra, fueron asuntos que perturbaron por completo la vida civil, desbordaron al Senado y a los mismos cónsules. ¿Qué se hacía con un personaje como Pompeyo de vuelta del Asia Menor, cuyo ejército y tren de tesoros y prisioneros desfiló a través de Roma durante cuatro días; uno de cuyos numerosos carteles decía que los tributos impuestos por él doblaban las entradas del Fisco; y de quien nadie podía ignorar que se reservaba para sí una fortuna colosal Indudablemente, Pompeyo era por sí solo una institución, y la más importante de la República. Ferrero dice claramente que las quistas fueron empresas mayormente demagógicas, inútilmente resistidas por el Senado, tanto por espíritu de propia conservación como de paz.

El resultado de estas empresas fueron las guerras civiles entre cónsules rivales, que en algo más de 50 años destruyeron la República. Como en Grecia la democracia, la República, en Roma, era su espíritu. Este se corrompió y desapareció en pocas decurias como si nunca hubiera existido sin dejar otro rastro de él que grotescas exterioridades que duraron siglos durante el Imperio. La plebe, que tanto había luchado por sus derechos, se limitó a poner sus votos $ precio. Cuando Octavio, después de su victoria, asumió el poder imperial, bajo el título de Augusto, el pueblo de Roma, ciudad de más de un millón de habitantes, recibía tarjetas gratuitas de alojamiento, harina y circo. En buenas cuentas, los electores de Roma llegaron a vivir gratuitamente a costa de los pueblos vencidos. Si pues, llamamos democracia en Roma el período que se extiende desde la equiparación de derechos hasta el Imperio, comprobamos que se mantuvo en buena forma durante dos siglos y se destruyó a sí misma en 50 años.

Democracia en la Edad Media

Durante la Edad Media europea generalmente no existieron democracias basadas en la igualdad de derechos, como en Atenas. Todos sabemos que ese período duró mil años, comprendió muchas naciones diferentes y es en consecuencia cuanto puede darse de variado y complicado. Por lo mismo, si en general no hubo democracias en la Edad Media, por excepción las hubo. Así, toda la región alpina, pirenaica y de otras montañas abrigaron muchos estamentos populares igualitarios, algunos dependientes de algún señor feudal, otros no. Andorra, San Marino y toda la Confederación suiza tienen este origen, esta última fundada en el rechazó del vasallaje respecto de los duques de Austria. En toda Europa el feudalismo que sobrevino después de la división del Imperio de Carlomagno contemporizó más o menos con los escasos estamentos burgueses y semirrurales de la época, siempre favorecidos por los reyes. Pero los estamentos medievales no fueron verdaderas democracias no tan sólo porque no eran autónomos sino porque la doctrina eclesiástica, verdadera conciencia pública de entonces, por causa de su origen imperial, era monárquica en su concepción del origen y legitimidad del poder temporal. Por eso los fueros medievales eran concedidos como privilegios o leyes especiales dados por el señor, no como manifestación práctica de un derecho de las personas. Es claro que la independencia de hecho se transformaba en derecho, como se dijo más arriba.

Las ciudades italianas, que fueron enteramente autónomas algunas, constituyen un caso especial. La más notable de ellas en su evolución es Florencia, que encabeza la lista de las Repúblicas güelfas o democráticas, en oposición a las gibelinas o imperiales, que eran oligárquicas. Sin embargo, esta democracia florentina empezó por ser un gobierno de los grandes comerciantes e industriales, cuya democracia no había ido más allá de expulsar a los nobles y echarlos al campo. Pero poco a poco tomaron el gobierno las 'ars minorem', que eran corporaciones populares. El Gran Consejo, que elegía al Podestá y sesionaba en la Signoría, era numeroso, heterogéneo y no se originaba sino parcialmente en elecciones, donde tampoco intervenía todo el mundo. En Alemania y una vasta zona de Europa hubo también muchas ciudades libres, como es sabido. El gobierno de ellas rara vez era democrático, sino restringido, en parte, porque estas ciudades eran verdaderas empresas comerciales, difíciles de manejar. Lo que se sabe es que el pueblo en ellas vivía bien para la época.

La democracia inglesa. Su evolución

Entre tanto la democracia en la Edad Moderna, que nos es bien conocida no tiene un solo origen, sino dos. Uno es la evolución del derecho constitucional en Inglaterra. Otro es la Revolución francesa. Algo aparentemente intermedio es la Constitución americana, aunque es bien sabido que es trece años anterior a la revolución francesa. El aire de familia que se nota entre las dos, proviene de las logias masónicas de la época que tenían contacto internacional desde un buen tiempo atrás y habían elaborado un constitucionalismo doctrinal que reflejaba las ideas del tiempo. De todas maneras los orígenes son dos y muy distintos en su espíritu: el democratismo inglés y americano, que se extendió a los Dominios de la Corona e influyó en varios países de mucho contacto con Inglaterra; y el democratismo francés que sirvió de modelo a las naciones latinas, y en particular a las repúblicas latinoamericanas. En Italia la democracia se inicia en 1870 y en Alemania y Austria-Hungría el Ejecutivo conservó grandes poderes hasta la primera guerra mundial, de modo que la evolución democrática fue rápida y pacífica entre 1848 y 1918.

La característica esencial de la tradición democrática inglesa es su gradual desarrollo y evolución histórica, sumamente largos, y si no perfectamente regulares, al menos ininterrumpidos desde tiempos muy antiguos. Recordemos que el duque de Normandía, Guillermo, se apoderó de la corona ilesa, sobre la cual reivindicaba derechos feudales, destruyendo el régimen sajón. Este antecedente es muy importante en este caso, porque está a la base de una circunstancia que distingue a la Inglaterra normanda de cualquier otro país europeo contemporáneo, a saber su estructura unitaria, sin la cual su evolución política probablemente habría sido muy distinta.

Estructura unitaria no quiere decir sencilla, puesto que estamos en plena Edad Media. El rey era ficticiamente el dueño de todo bien inmueble y dador de todo derecho. En concreto tenía grandes vasallos eclesiásticos y civiles en número inferior a mil, otros subordinados a éstos en número mucho mayor, otros más pequeños pero subordinados directos al rey en número todavía mayor y una cierta cantidad de hombres libres más numerosos que los anteriores. Pero además estaban los campesinos, que eran siervos, y que formaban la mayoría de la población. El rey era el principal propietario del país. Y el todo formaba una nación en virtud de las funciones eminentes que desempeñaba el rey en sus consejos.

Estas funciones eran: la justicia, que amparaba la vigencia de las leyes y costumbres y que estaba delegada a las cortes feudales y reales; la facultad legislativa mediante la cual el rey definía el derecho en las leyes y concedía privilegios o leyes para casos especiales; la administración de los intereses de la corona ordinarios y extraordinarios, en paz y guerra; y la facultad clave de cobrar impuestos con cuyo producido el rey podía atender la administración y la guerra sin pagarlas él mismo.

Pues bien, partiendo de esta situación la democracia inglesa abrió la marcha cuando los varones eclesiásticos civiles más conspicuos, interpretando la opinión de los hombres libres que pagaban impuestos, obligaron, en 12 Juan Sin Tierra, a firmar la Magna Carta. En virtud de este documento se establecía el 'habeas corpus', o fuero de la persona no acusada por la justicia; y el requisito, para la legalidad de los impuestos extraordinarios, de ser aprobadas por un Consejo de barones grandes y chicos, germen del Parlamento. El propio Parlamento pasa a existir como tal cuando Enrique III, 50 años más tarde, convoca al Consejo con su nuevo nombre para discutir con sus vasallos administración y política, y no sólo impuestos. La institución parlamentaria, pues, había prendido y empezaba a desarrollarse. En 1310 se establece que el Parlamento debe reunirse una vez al año. Hacia 1350, el Parlamento se divide en dos Cámaras, una alta, formada por los grandes barones, la actual Cámara de los Lores; la otra baja, de los pequeños o comunes. Hacia 1480 es reconocido el fuero parlamentario en la forma de la libertad de opinión de los miembros del Parlamento con la garantía de no ser perseguidos por ella. Esta época es turbulenta. El trono se disputa durante treinta años entre las dos casas de Lancaster y York. Pero el Parlamento permanece al margen de la contienda dinástica y no es tocado.

Luego sobreviene algo más grave: el cisma de Enrique VIII, o sea, la introducción del protestantismo en Inglaterra, que abre una época de odios, fanatismos, violencias y excesos que sería ocioso describir. Basta recordar que al centro de ella está Cromwell a quien se deben a la vez las más reiteradas arbitrariedades cometidas por un gobierno contra el Parlamento y también la victoria definitiva de la causa parlamentaria sobre la Monarquía a raíz del suplicio de Carlos I. Este período dura 154 años y termina con la revolución de 1688 contra el último Estuardo y que trae a Inglaterra a Guillermo III, de la casa de Orange.

Lo admirable es que este período no resulta estéril, sino fecundo, en una nación que tiene el extraordinario privilegio de dejarse llevar por la experiencia. Inglaterra sale de estos horrores mucho más sabia de lo que entrara.

Y esta sabiduría está condensada en el Bill of Rights, especie de ley constitucional expedida por el Parlamento en 1689. Esta ley tiene un contenido muy rico porque condensa todo lo que el Gobierno no debe hacer en beneficio de la paz pública y el respeto de las personas, que era, evidentemente, todo lo que había hecho durante esa época; ¿no es, pies, una curiosidad resumir el inventario de arbitrariedades que la Constitución inglesa prohíbe cometer? Enumerémoslas, si Uds. quieren.

La Corona no debe suspender las leyes; no puede formar ni reclutar ejércitos sin la autorización del Parlamento. Los ciudadanos tienen un derecho de petición que debe ser admitido, nunca castigado. La elección de los miembros del Parlamento es libre -no puede ser intervenida por el Gobierno-. La palabra es libre en el Parlamento y hay fuero absoluto para hacer uso de ella. El Parlamento debe ser convocado frecuentemente -ya sabemos que cerca de 4 siglos antes se convocaba una vez al año, pero no era entonces tan molesto como después lo estimaron los Estuardos-. El Estado ampara la Iglesia nacional; pero existe tolerancia en favor de los disidentes -no siendo católicos, porque éstos son tratados como enemigos públicos, junto con algunas sectas subversivas-.

Esta es la disposición más importante y novedosa del Bill, la libertad de conciencia y de culto, resultado paradojal de las violentas luchas entre las confesiones protestantes. Los jueces son inamovibles; se establece el jurado para dictaminar sobre los hechos. Se admite la libertad de prensa y hasta se esboza la responsabilidad de los Ministros. El resumen ha sido un poco largo. Pero sirve admirablemente para medir el camino recorrido desde la Carta Magna. Políticamente, Inglaterra es ya un país moderno y está seguro de no volver atrás porque el pasado que la carta condena le causa horror. El Bill, después de tres siglos, está vigente. ¿Qué mejor elogio se le puede tributar? Y la marcha continúa.

En 1694 y 1714 la ley regulariza los períodos parlamentarios. Hacia 1775 el Parlamento Irlandés queda emancipado del inglés -Irlanda, país católico recalcitrante ha sido tratado como una colonia-. En 1829 una ley emancipa a los católicos en todo el Reino Unido, incluyéndolos sin restricción en el régimen de tolerancia. 1832: empiezan las reformas electorales remediando las arbitrariedades acumuladas por la historia. Estas leyes son varias sucesivas. Diremos solamente que el sufragio universal como nosotros lo entendemos sin haber oído hablar nunca de otra cosa, en Inglaterra viene a lograrse del todo, hasta con voto femenino, después de la primera guerra mundial, es decir, mucho más tarde que en Chile. Nuestra ley electoral en su proporcionalidad matemática es de un preciosísimo legal que no interesa a los ingleses porque al fin y al cabo hay en todo cierta convención a la cual consideran muy natural adaptarse. En cambio ellos salieron del cohecho un siglo antes que nosotros.

Cualquiera admite que una sociedad que camina con esa lentitud y regularidad en su propio perfeccionamiento es de una salud y solidez a toda prueba. Este es también el caso americano, puesto que las colonias se gobernaban a sí mismas en conformidad al derecho inglés, sin sus vicios locales, cuando sobrevino la revolución de la independencia. La Constitución americana de 1787 es en el fondo una simple constancia de las ideas políticas adquiridas y practicadas por la civilización inglesa a fines del siglo XVIII.

Pero antes de dejar Inglaterra podemos hacer un resumen breve de lo que hemos visto, destacando el fondo del proceso. Recordemos el punto de partida inmediatamente después de la conquista normanda: el rey propietario eminente de todo el reino y dispensador del derecho. Sí, pero, hay un pero. En sus relaciones de poder, el rey no actúa de cualquier manera, sino en sus Consejos. El uso de la autoridad es oficial, porque la autoridad es cosa seria. Y los súbditos lo saben tan bien como el rey. Vale decir, que se saben acreedores a la justicia y razón de parte del rey, porque ésta es la condición de su propia obediencia.

Tal es la médula de la conciencia medieval, aún en medio de costumbres bárbaras. Así pues, la obediencia no es incondicional, sino condicionada a la justicia y razón. De donde, por una parte, la cantidad de evasiones de que la autoridad es objeto por parte de quienes tienen fuerza suficiente para desafiarla y que hace la autoridad tanto más necesaria y benéfica, y por otra parte el sólido fundamento y conveniencia de la participación de los propios súbditos en los actos de autoridad, sean leyes o resoluciones. Y ¿qué es lo que hemos visto? Los pasos sucesivos de esta idea y convicción abriéndose camino en medio de las circunstancias, no en virtud de una doctrina abstracta o preconcebida, sino de una afirmación de lo que se estima firmemente en un momento dado que es conveniente, ventajoso y honorable. Esta forma de actuar a lo largo de 900 años ha transformado aquel punto de partida que señalábamos al principio en la actual democracia inglesa. Siempre la Reina o el Rey actúa solamente en sus consejos. Ya no tiene propiedades que distribuir o atribuir, porque lo están todas, hasta las joyas de la Corona. Sólo le quedan a la Reina las naves de batalla de la Flota, que, según su nombre lo indica, son de su propiedad personal. Y en cuanto a dispensar el derecho, los súbditos en su solicitud se encargan de todo hacen las leyes y administran el Estado. El rey por su parte promulga las leyes, designa y apoya al jefe del Gobierno, colocando así la autoridad del trono detrás de los actos de gobierno; desde qué ellos representan la opinión que prevalece, la da la mayoría. En cuanto dispensador del derecho, el rey actualmente no lo elabora, sino que lo aplica. Es lo que se expresa diciendo que reina, pero no gobierna.

La democracia francesa. La evolución absolutista

La democracia francesa se formó de una manera completamente distinta. ¿Por qué Francia?, nación de cultura y civilización mucho más antigua y por tanto más avanzada que Inglaterra y que en materia de cultura nunca fue superada, si alguna vez fue igualada, por qué siguió un camino tan diferente, que había de llevarla a una ruptura de su tradición. Si tomamos ambas naciones durante la guerra de 100 años, ya podemos darnos cuenta de una diferencia de estructura tal vez decisiva. Empecemos por recalcar que esa diferencia no está en las ideas dominantes, que son las mismas en su fondo. Está en otra cosa, en la estructura nacional.

Inglaterra es un país unitario, excepto por lo que respecta a las posesiones de los reyes Plantagenet en Francia, que por lo demás habían de perder a raíz de la intervención de Juana de Arco, a pesar de que comprendían toda la mitad occidental de Francia y tanta extensión como toda Inglaterra. Y así como Inglaterra era un país unitario a causa de la conquista normanda, Francia no lo era, como en general no lo eran las naciones del continente europeo, tal es España, Alemania e Italia. Fuera de Inglaterra se puede señalar otro país en Europa, por cierto muy diferente, pero que ofrece este mismo rasgo de formar ya entonces una unidad nacional homogénea, es Hungría. Y se da la casualidad de que Hungría tiene un estatuto parlamentario prácticamente tan antiguo como Inglaterra, la Bula de Oro, que data de 1225.

Francia, decimos, no es una nación unitaria en su estructura. Así, Borgoña, feudo de la Corona, es posesión hereditaria de una rama de la familia Valois. Pero, con la sola reserva de que debe volver a la Corona francesa en caso de extinción de la familia de sus duques, es entre tanto una nación enteramente independiente, cuyo soberano tiene en los Países Bajos posesiones sumamente ricas y abriga designios políticos muy vastos, que eventualmente incluyen la propia Corona francesa. Lo mismo se puede decir de Lorena y de Bretaña, que hasta entonces carecen de vínculos con la Corona francesa y serán incorporados a Francia por razones de vecindad y conveniencia mutua, pero mediante maquinaciones políticas y dinásticas, que terminarán en felices matrimonios.

A la inversa, Aquitania es feudo inglés, porque el duque es a la vez de rey de Inglaterra como heredero de la duquesa Leonor, casada con Enrique VII Plantagenet, rey de Inglaterra. Otro tanto sucede con Guíenle; y al revés, el Anjou es francés después de haber sido inglés. La política nacional arreglará estos desajustes feudales; pero no puede remediar del mismo modo el particularismo local que tiene hondas raíces medievales, no sólo de carácter sentimental, sino propiamente constitucional en esas provincias que a la vez son naciones.

Efectivamente, en cada una de ellas, cuando el soberano pasa a ser el rey de Francia, no por eso dejan de subsistir todas las instituciones medievales de derecho, que siguen en pleno vigor: costumbres civiles, legislación de todo orden. Es por eso que todo puede arreglarse con felices matrimonios principescos, porque ellos no cambian en nada la vida de nadie ni ponen en tela de juicio ningún derecho ni prerrogativa. El nacionalismo de la época, que está gestando grandes naciones es esencialmente vecindad y comunidad de lengua y por tanto de cultura.

Pero entre tanto, todas estas que ahora llamaremos provincias, tienen sus cortes soberanas, los Parlamentos, cada uno con su propia tradición y atribuciones. Ninguno de ellos puede fundar sus prerrogativas en alguna Carta Magna o Bula de Oro, pero en aquella época la costumbre y tradición bien valen la letra. El hecho es que la monarquía encargada de los intereses de una gran nación formada por varias reunidas en la Corona, por un lado tiene que contar con ellos y por otro no puede condicionar ni menos subordinar su política a la de ellos por la muy sencilla razón de que el ámbito político de la Corona es toda la nación, en tanto que la jurisdicción y competencia de los Parlamentos es estrictamente provincial. Es evidente que no existían entonces las condiciones necesarias a una especie de federalismo eficaz, puesto que si así se llama el régimen del Santo Imperio no era más que la anarquía pura. El camino que tomó la monarquía francesa, como la española, fue otro. A partir del siglo XV se inició una labor legislativa que en Francia estaba sujeta a la formalidad del registro por las Cortes provinciales, pero en las cuales éstas no podían tener participación porque carecían de competencia para ello. Entonces los Parlamentos extremaron su celo como vigías de la ley y cortes de justicia, terreno en que lejos de ceder atribuciones, más bien procuraron excederse. Pero no pretendieron una impracticable intervención en el ámbito propio de la Corona.

En Francia esta asesoría estaba reservada desde antiguo a los Estados Generales, los mismos que reunió Luis XVI en Versalles en 1789. Pero es claro que este cuerpo tenía una representación muy limitada cuando los grandes feudatarios y muchas provincias futuras eran independientes. Cuando en menos de un siglo se incorporaron a la monarquía la mayor parte de sus territorios modernos, las antiguas prácticas de representación quedaron en el aire, la monarquía tuvo que inventarlas nuevas y entonces, al sobrevenir las guerras de religión, la larga dictadura de Richelieu, impuesta por las circunstancias, y después la Fronda, el mismo poder que había elaborado las normas de representación de los Estados Generales no se salió de su derecho al dejar de convocarlos a fin de evitarse mayores dificultades. Y Francia, como España, tomó el camino del absolutismo no por razones de principio, sino de simplicidad, seguridad y eficiencia en el gobierno.

Enciclopedismo, revolución y democracia

A partir de la segunda mitad del silo XVIII las ideas toman otro camino. El movimiento espiritual del Renacimiento estaba interrumpido por un período de 130 años de guerras originadas en la Reforma. Francia ha salido vencedora de la guerra de Treinta Años; es la nación más poderosa, más próspera y más culta de Europa. Toma pues la delantera en la reanudación del impulso renacentista. Tal es el contexto del enciclopedismo, que reemplaza al brillante clasicismo ya agotado, pero que no tiene nada que ver con él. Sólo diré de este vasto movimiento que nada le interesa más que la teoría política. Como doctrina, el enciclopedismo adopta a Montesquieu, maestro por cierto de alto vuelo. Pero sobre todo lo que sucede es que le da vuelta la espalda a las instituciones del absolutismo, porque las estima irracionales y bárbaras.

Matices aparte, y como opinión, no como actitud, este modo de pensar es general. En lo estrictamente político, no es ésta la opinión de una clase social o de un partido. Es general entre quienes se ocupan del tema y lo explayan en los salones y más aún en las sociedades de pensamiento o logias masónicas, de las cuales se puebla toda Francia en pocos años a partir, aproximadamente, de la cuarta década del siglo XVIII. La alta nobleza, muchos clérigos aristócratas y mundanos, lo mismo que el pequeño abogado provinciano, integran indistintamente las logias, cuyo principal tema es la forma política, es decir, lo que debe ser la Constitución de una nación para que reine entre los ciudadanos aquella libertad, igualdad y felicidad que resulta del imperio de la razón. La princesa de Lamballe, conocida porque su heroica fidelidad a su amiga de infancia, la Reina, le costó la vida, fue presidenta de una logia. El Gran Maestre de la francmasonería por la misma época fue el duque de Orleans, apodado Felipe Igualdad. La élite mundana e intelectual francesa de la época abandonó al mismo tiempo el cristianismo y la monarquía. Lo último produjo la revolución, lo primero le dio su tinte.

La Revolución, de la cual no vamos a hablar, no tuvo más que una sola causa, a saber, que todos, desde el rey para abajo, estaban si no convencidos, al menos entregados sin resistencia a la idea general de que el sistema a la vez simplista y complicado de gobierno heredado de Luis XIV era impropio de una nación civilizada, y más aún de la más civilizada de todas. Por eso cuando Luis XVI se vio en la necesidad de convocar los Estados Generales para reformar la tributación con apoyo nacional, éstos se convirtieron en el acto en Asamblea Constituyente con la anuencia del rey, si bien no desprovistas de contradicciones. Esta iniciativa que paralizó a la vez a los Ministros del rey por falta de fondos y a los Estados Generales como elemento de gobierno produjo la anarquía espontánea, que ya más nadie pudo controlar sino por la última violencia. Así, pues, la reunión de los Estados Generales dio un doble fruto: una Constitución perfecta y digna de la propia cabeza de Minerva, elaborada en menos de dos años, y la Revolución, puesta en marcha en pocos meses de anarquía.

En realidad la Revolución francesa fue un accidente histórico, no fue planeada por nadie, como lo son las revoluciones comunistas, ni nadie, menos los Estados Generales, tuvo el menor propósito de legislar con miras a una revolución. Pero este accidente una vez superado, la Constitución de 1791 no fue aplicada nunca más. El Directorio se dio la suya, y el Imperio, y así todos los demás regímenes que Francia ha conocido desde entonces en número de unos 10, sin hablar de los estrictamente transitorios. Estos regímenes divididos en tres familias, republicanos, monarquistas y cesaristas, mantuvieron sin embargo los principios democráticos de la Revolución o mejor dicho, de la sociedad francesa. Los derechos del hombre nunca perdieron su vigencia y la civilización y cultura francesa no han sido afectados sensiblemente por estos cambios políticos.

Y sin embargo, no podemos menos de destacar la diferencia que existe entre las dos tradiciones democráticas inglesa y francesa. La primera es evolutiva y orgánica o si se quiere, empírica. La otra es racional. Para terminar este párrafo sólo diremos que la Constitución de 1791 fue perfecta, pero no vivida; y que la democracia francesa en general desde que existe, manifiesta ciertos rasgos constantes: rigidez formal, inaptitud evolutiva, descontento crónico consigo misma. Lo que se había hecho en Inglaterra en 700 años lo hicieron los Estados Generales, y mucho más perfecto, en 2 años. Pero lo uno, obra de la vida, evoluciona; en tanto que lo otro, obra de razón, no evoluciona sino que cambia, poniendo todo en causa cada vez.

Conclusiones

Al esbozar una conclusión no resulta muy arriesgado proponer dos ideas relativas a la democracia antigua. La primera, que su evolución fue cíclica. Nació, no sin los necesarios antecedentes, se consolidó, se desarrolló, y a partir de un cierto momento empezó a decaer en un cierto movimiento sostenido e irreversible hacia la desaparición. Tal vez si las circunstancias en Atenas hubieran sido más favorables o menos desfavorables la evolución habría tomado otra forma, otro ritmo; eso no lo sabemos. Es el hecho que la evolución fue cíclica y no tomó la forma de un movimiento continuado de progreso, como estamos habituados a suponer que es el ritmo propio de todos los fenómenos humanos.

La otra idea es que la esencia del régimen no está en la forma de las instituciones, sino que en el espíritu que las anima y mueve. Queremos decir con esto que, dada una cierta institucionalidad formal que asegura de manera efectiva a la mayoría de los ciudadanos la última palabra en el gobierno, ese tal régimen es democrático solamente cuando esa mayoría se inspira, para ejercitar su derecho y prerrogativa, en el interés general de la colectividad. Si en cambio esa mayoría se inspira en su propio interés mayoritario, sea por iniciativa propia o instigada por sus dirigentes, el régimen es demagógico. Como ya lo dije, esta opinión es sumamente valiosa porque es resultado de una experiencia de siglo y medio de vida democrática en Atenas, recogida por un testigo presencial de insuperada penetración.

A esta opinión se le pueden hacer dos comentarios. El primero es que la distinción entre interés general e interés de la mayoría es de suma importancia teórica, destacada por primera vez precisamente por Aristóteles, y justamente como antecedente del concepto de interés general.

El segundo comentario es que la demagogia es un régimen vicioso, degenerativo y destructivo, que es lo que hizo de la evolución democrática ateniense un ciclo, es decir, un proceso de nacimiento, crecimiento, decadencia y muerte. La historia antigua, y principalmente la de Roma, demuestra que no se puede elegir la demagogia en vez de la democracia. Eso no es compatible con la civilización y por eso el organismo romano, para sobrevivirse, generó el cesarismo imperial que reemplazó la demagogia por el absolutismo.

¿Se aplica esta misma experiencia a las democracias actuales? Ante todo recordemos que en la actualidad existen al menos cuatro familias democráticas: inglesa, francesa, germánica y popular, sin hablar de los esbozos democráticos tropicales en varias partes del mundo que seria tan difícil como inútil analizar. Es, en el otro extremo, lo que sucede con las democracias germánicas, cuya única originalidad es el carácter de esos pueblos, que es a la vez lo más intransferible que tienen. Las llamadas democracias populares no son tales democracias porque todo término tiene un sentido. Es sumamente fácil demostrar que dentro de la terminología clásica el comunismo soviético, con su actual espíritu funcionando dentro de la integridad de su actual legislación constitucional, es una tiranía que tiende a evolucionar hacia una cierta forma de oligarquía. Democracia no es porque el pueblo no se gobierna a sí mismo, en razón de que el Partido comunista mantiene el poder secuestrado no sólo de hecho sino también de derecho. Por estas diferentes causas eliminaremos todos estos regímenes democráticos en la forma o en el nombre.

Corresponde entonces preguntarse: las democracias inglesas, ¿manifiestan tendencias demagógicas? Esta es una cuestión de apreciación incierta porque la evolución propiamente democrática en esos regímenes y particularmente el inglés, es reciente comparativamente. Así por ejemplo, ¿se concibe una democracia donde el sufragio sea restringido? Pues es el caso inglés hasta pasada la primera guerra mundial, hace poco más de 50 años. Nosotros tuvimos sufragio universal mucho antes que Inglaterra. Eso sí que lo mismo puede decirse de Norteamérica y los propios Dominios ingleses. Esto aparte, no puede sostenerse que esas democracias manifiesten síntomas demagógicos porque lo que caracteriza a éstos en la práctica son las actitudes irracionales de voluntad mayoritaria. Eso no lo ha visto todavía ninguna de estas democracias. La opinión en ellas no se guía por ideas abstractas, imágenes emotivas, mitos y odios. Se guía por propósitos prácticos y motivos empíricos. Los gobernantes mismos no pueden hacer demagogia sin perder prestigio y quedar descalificados. Esto proviene de la formación ética muy difundida en las familias, muy cuidada en la escuela, más en Inglaterra que en Estados Unidos. Sin embargo, la prensa y demás medios de información en su afán profesional e interesado de sensación golpea sin descanso la imaginación del ciudadano con los slogan más simples e intencionados a propósito de todo, reduciendo así la mentalidad pública a un círculo de ideas de una estrechez asfixiante. ¿Hasta dónde podrá éste defenderse de proceder como un autómata favorable a la demagogia?

Vengamos ahora a nuestras democracias latinas. Bien sabemos que en general nacieron grandes y crecieron a golpes, semejantes en esto a un trozo de arcilla que moldea el escultor. Pero como se seca, hay que rociarlo de vez en cuando con un ingrediente que se llama revoluciones a fin de moldearlo de nuevo y dejarlo más hermoso. Esta rigidez formal, esta inaptitud evolutiva y este descontento crónico con ellas mismas, es la característica de las democracias latinas, aunque en grado desigual. Sólo lo viviente evoluciona. Lo abstracto y formal sólo cambia y es reemplazado como una pieza o una máquina toda. Es una manera de decir que el origen de los caracteres de nuestras democracias está en nuestra mentalidad, en la mentalidad de los corifeos políticos en nuestro mundo, reducido por lo demás a no muchos países si se pretende encontrar algún parecido entre ellos. Esa mentalidad, con intensidad diversa, presenta dos rasgos bastarte característicos. Es una mentalidad a la vez racionalista y mítica. Creemos que estos rasgos son más bien culturales que sociológicos, más bien adquiridos que congénitos. De todos modos consisten en que la mentalidad de nuestros corifeos no va de preferencia a las cosas sino a las ideas. Y también en que las ideas y palabras que usan no tienen un sencillo sentido propio sino que llevan siempre una carga emotiva. Como racionalistas, son perfeccionistas y lógicos, a la vez que despreciativos de las realidades. Y como míticos son enemigos unos de otros porque las palabras con que deberían entenderse las usan como proyectiles para despertar pasiones. No hablaré de esas filosofías sociales que llamamos doctrinas políticas que sirven de justificación y protección a los grupos en su lucha por la influencia y el poder, y ante las cuales, en medio del respeto público, se prosternan los políticos, aun en las más discutibles circunstancias. Esta mentalidad, sin embargo, no obstruye la inteligencia ni el buen sentido de las personas, dirigentes y ciudadanos. Solamente los perturban más o menos. Es lo que explica el efecto superficial de los cambios políticos en Francia. Pero no todas las democracias de escuela francesa demuestran la misma solidez de juicio.

Pues, ésa nuestra mentalidad, junto con mantener en la ciudadanía una agitación estéril, puesto que irreal y pasional, tiene además efectos perniciosos. El primero es habituar a la gente a pensar los asuntos ciudadanos en términos abstractos y verbales, alejándolo más y más de la observación, experiencia y realidad, y, por consiguiente, de las posibilidades, en las cuales consiste toda política. El segundo es el desprestigio del lenguaje y de las ideas que forma, que son, por último, la única expresión de la inteligencia. La gente se acostumbra a igualar en valor todas las opiniones y se cree obligada a respetar en su fuero interno todas las ideas, a condición solamente de que lleven la etiqueta ideológica. Como una mercadería libre de derechos, la ideología, aunque sea tiránica y revolucionaria, es objeto de la benevolente atención de todos quienes toman para su propio gobierno los principios democráticos en la forma dogmática e indiscriminada propia de nuestra mentalidad.

No hay que confundir, al enjuiciar estas tendencias, el plano de la opinión con el de la represión. Esta es justamente la que se trata de evitar, entre otras razones por su ineficacia. Pero la conciencia cívica no puede promover la libertad sino adiestrándose, no en las huecas palabras y dogmas intencionados y oportunos, sino en la inteligencia de las cosas y el desprecio del formalismo y abuso verbal. ¿Por qué las democracias de nuestra escuela se demuestran vulnerables, tanto a los ataques demagógicos como a los propósitos de abdicación en favor de regímenes tiránicos? Porque al especular en materias civiles el ciudadano discrimina sin vigor entre realidades y mirajes, entre verdades, medias verdades y falsedades, entre anhelos valiosos surgidos de la acción útil y experiencia paciente y buenas intenciones gratuitas de las cuales el infierno está pavimentado.

En suma, la única reforma que necesitamos es el perfeccionamiento de la mentalidad que informa nuestra conciencia cívica, por lo demás una tarea interesante y amena como pocas.