Lección Inaugural del Curso de Historia General del Derecho, del Prof. Dr. Carlos Hamilton D. 1944.

 

Escribe Oscar Wilde: «Sólo se puede opinar con imparcia­lidad sobre cosas que a uno no le interesan; esta es la razón de que no se conceda el menor valor a las opiniones imparcia­les. El hombre que ve los dos aspectos de una cuestión, no ve los dos aspectos de una cuestión, no ve absolutamente nada».

Puede parecer extravagante el comenzar un curso de His­toria con estas palabras que parecen una herejía contra «la imparcialidad», considerada como la virtud cardinal del histo­riador. Y más de alguno temerá que este curso este inficionado desde sus comienzos por el, espíritu de «tendencia», que carac­terizo una de las antiguas formas de escribir historia y que han resucitado las fiebres nacionalistas actuales.

Pero no haya temor. Vamos a insistir particularmente, du­rante todo el curso de Historia General del Derecho, en la crítica‑científica, con la que podremos derribar muchos ídolos y motos que la ignorancia o la superchería han ido levantando en la historia, sin que ese serio trabajo pueda considerarse como audacia, sino simplemente como honradez.

Eso sí que una cosa es crítica histórica objetiva; y otra muy diversa el transmitir una descolorida copia del pasado, sin gusto a realidad y sin visiones de porvenir, por falta de pasión.

Una cosa es que la historia no haya de falsearse para favorecer una tendencia; y otra muy distinta y hasta antagónica, el que no se destaquen en la historia, tal cual la entrega la investigación desinteresada y salida, aquellos rasgos que puedan servir para entender o rechazar ideas o instituciones.

Precisamente, la finalidad del estudio de la Historia del Derecho, no es convertir al estudiante en un museo de fósiles; si no enseñarle, mostrarle, aquella ciencia y aquellos instru­mentos de trabajo con los que llegue a la comprensión del por qué, o siquiera del cómo, de la vida jurídica contemporánea y de la dogmática jurídica de su país, más una pasión que ha de comunicársele, por todo lo grande y justo que la contem­plación del pasado vivo entregue a la sorpresa del estudioso.

En la lección Inaugural de este curso, me he propuesto, cada año, no entrar inmediatamente en materia; si no más bien presentar un esbozo monográfico que puede tener doble utilidad: primero, dar un ejemplo de la riqueza que encierra la historia para el conocimiento del presente; y enseguida, abrir a la curiosidad—frecuentemente demasiado pasiva del alum­no,—algo del panorama de lo que podrá encontrar en la his­toria del. Derecho para aclarar mejor sus conceptos difusos.

Porque la Escuela de Derecho de la Universidad pretende algo más y mejor que entregar al mercado profesional bien ajustadas maquinitas de recitar códigos: criterios jurídicos serios y apasionados amantes de la verdad y de la justicia.

I.— Un Tema que me ha parecido de interés, y de nece­sidad, para esta clase es: Indoamericanismo‑Hispanoamerica­nismo, Interamericanismo y Realidad. Tema sobre el que todos hablan, siguiendo el impulso de una simpatía; o repitiendo gastados discos de propaganda contraria a los intereses de la Patria. Tema, que en víspera del Congreso de Estudiantes Católicos Iberoamericanas de Santiago, nos obliga a su siquiera somero estudio; cuya clara exposición bastaría para despejar confusiones y darnos aquella sencilla claridad de las ideas ver­daderas.

Y por eso comencé citando a Wilde. Porque no tengo, gracias a Dios, ninguna imparcialidad frente a la verdad y al derecho.

Indoamericanismo

Es una palabra. Esconde un sentimiento reinvindicador. Pero en lugar de contentarnos con verla rebotar, sin sentido real, vale la pena preguntarse que signi­fica como bandera de acción y que contenido histórico y científico tiene.

El Prof. Alejandro Lipschutz publicó en 1937 unas confe­rencias a los Centros de Derecho y de medicina de esta Universidad, sobre «Indoamericanismo y raza india», en las que con la maestría célebre del sabio fisiólogo, y clara concisión, a mi modo de ver, agota la materia.

Al estudiar el derecho indo‑americano, tendremos ocasión de insistir en algunos conceptos que aquí simplemente ex­pongo.

Chile, es ciertamente, el país latino‑americano en el que el «problema indígena» tiene menor volumen, al menos cuan­titativo. Pero es el gran problema en muchas naciones herma­nas. Y, en todo caso, es un problema humano, que no puede ser ajeno al jurista.

¿Se pretende, con la bandera de indoamericanismo, resu­citar la cultura indígena americana, y significa esto, un rechazo de la cultura hispana, europea, cristiana?

«No se riñe—dice Lispchutz—con los propios antepasados. Los pueblos indoamericanos originaron del choque entre indio y español, los que ambos participaron, física y culturalmente, en la formación de aquellos pueblos. ¡Ingenuo derroche de nuestro propio patrimonio cultural sería el desafío por parte nuestra a la cultura española! España no es sólo patria del conquistador y del encomendero, sino también patria de Cer­vantes y de Las Casas. Y tanto más pueril seria tal desafío a la cultura española, que ya no hay vuelta más a la cultura precolombiana».

El Indoamericanismo no puede significar, entonces, una vuelta a lo indio, en oposición a todo el acervo cultural que en lo aborigen injerto la conquista y la evangelización.

Dice la Biblia que «no por mucho pensar somos capaces de agregar un codo a nuestra estatura». Y así también, por mucho gritar, no dejará el indio de tener salientes los pómulos, ni dejará. . . la policía, a los ciudadanos americanos, volver al ausente ropaje de sus lejanos antepasados.

Y cuidado con que estos movimientos «indigenistas», de nuestra democracias sudamericanas no lleguen asemejarse demasiado al nacionalismo racista que dicen combatir. . . !

El nacismo de Hitler y Rosenberg resucito el mito del nacionalismo racista, que los llevo a detestar la cultura latina y católica, a ir a desenterrar a sus combativos dioses del Walhalla, mientras los rubicundos jóvenes hitlerianos entonaron de nuevo himnos al dios‑sol..., uniformados como nunca lo sospecharon los primitivos germanos. Para destruir el mito de un indoamericanismo racista, baste recordar que la voz misma «raza» fue declarada un, estorbo» a la antropología por Julián Huxley, en la sesión de 1936 de la British Association (Manchester Guardián Weekly 18‑IX‑36); que el concepto de raza, tan violentamente concreto y arbitrariamente definido por los estadistas nazis, que suenan con la Sangre pura de los arios, es para los sabios de veras no una realidad, sino una cosa vaga y sin sentido.

Pero si no es licito hablar de razas», en un sentido biológico estricto, tomemos la voz en su acepción de agrupaciones humanas que tienen rasgos físicos típicos. Nada más. Y así podemos distinguir una raza «india», que han dado en llamar cobriza o roja; nadie sabe por que; y raza «blanca», o europea, para designar los dos elementos de la fusión americana real.

Sin entrar por ahora al estudio de los probables orígenes de las razas de América, nos basta insistir en dos puntos: 1.° que la raza india, en América actual, responde mas a un concepto social que biológico; y 2.° que esas razas indias no acusan inferioridad, biológica o cultural frente a otras razas dominadoras. De estos dos puntos creo que sale la idea de lo quo puede ser un indoamericanismo sensato.

En América subsisten, indudablemente, millones de her­manos nuestros que mantienen los rasgos físicos, la lengua aborigen y las tradiciones indígenas precolombinas, en parte. Otros millares de hombres americanos hablan sólo español, pero guardan los mismos rasgos físicos de sus antepasados indios. Son millones los seres mestizos. Y en algunos países es una reducida minoría el número de los «blancos».

El mestizaje es el primer resultado de todas las guerras de conquista. La Nación española no se formo de otra manera que en el rico y profundo mestizaje de romano y celtibero, árabe, africano y godo. El mestizaje no significa, biológicamente, ninguna decadencia, sino al contrario. No hay razas biológicamente inferiores y otras razas superiores. Es una men­tira grosera. Ya lo decía San Pablo: «No os mintáis los unos a los otros. . ., no hay gentil ni judío . . ., bárbaro ni escytha. . ., siervo ni libre!»

La igualdad y la unidad del género humano es no sólo dogma de fe de los cristianos; sino también un dogma adqui­rido por la ciencia.

Sin embargo, si no una inferioridad, ¿no parece indudable, al menos, una decadencia del indio y del mestizo frente al europeo?

Ya en tiempo del Descubrimiento, cuando conquistadores y sobre todo encomenderos, andaban a la caza de filósofos y teólogos que les dieran la razón en adueñarse de los indios y de sus propiedades, Fray Francisco de Victoria, padre del Derecho Internacional, en sus Relaciones de los Indios, contestaba a los detractores del aborigen americano: «El que parezcan tan ensimismados y estúpidos, se debe, en gran parte, a su mala y bárbara educación». No se trataba, pues, de inferioridad racial determinante per la naturaleza, sino de grado menor de evolución de su cultura.

Que, si al estudiar las maravillosas organizaciones de los Incas, se puede concluir con Louis Baudin que, en América no se obtuvo una supuesta felicidad más que a costa del aniquilamiento de la personalidad humana», no es menos cierto que el genio dominador de los Incas en nada cede al de los antiguos Romanos.

No hay inferioridad racial. Hay decadencia evidente.

¿Es lo biológico (¡se habla de pueblos envejecidos» con ser más jóvenes que los indoeuropeos. . .), o es otro factor el que determine una inferioridad histórica, y que determine a la vez una decadencia histórica de los pueblos indígenas de América?

Lo segundo es la respuesta y la conclusión. El conquistador, como en toda conquista, se sirvió del vencido. Ciertamente con menos brutalidad, en las dos América, que en los actuales campos de concentración y los trabajos forzados de los pueblos cautivados per la «raza de señores, del siglo XX. . .)

Es el factor—económico—social el que ha arruinado a los pueblos indígenas. Y a esa condición también, se debe, per desnutrición a insalubridad, la decadencia biológica accidental.

El indio o el mestizo en América no significa nada bien preciso desde el punto de vista racial o biológico. Es una realidad económico-social: es el «cholo», o el «rotito» miserable, alcohólico, tuberculoso; sifilítico, más que per culpa suya, per la del encomendero de entonces y el de ahora, que lo dejaron consciente o inconscientemente en gran abandono cultural, económico e higiénico.

Y este es el único sentido verdadero, pero urgente, de Indoamericanismo, que es más bien un simple proletarianismo.Porque la inferioridad Biológica y sanitaria, cultural y moral, no responde a ningún factor determinante intrínseco, sino al ambiente detestable de injusticia social.

¡En vez de perder tiempo en frases vacías de contenido, la juventud debe actuar por una pronto reivindicación de los derechos del indio y del pobre, de cualquier color, en estas tierras ricas de América!

 

2. Hispanoamericanismo:

Si el espectro racial indígena es una hipocresía para cubrir la injusticia, el «hispanoamericanismo o iberoamericanismo», está sirviendo hoy día de simple disfraz a la inteligente pro­paganda fascista, tomando para eso el nombre de España.

¿Que ha significado el verdadero y noble Hispanismo y que pretende el actual símbolo de Hispanidad?

El gran apóstol de la «Hispanidad» para use de América del Sur, Ramiro Maeztu, se encarga de desembozar a todos los apostolillos del Iberoamericanismo, que han elegido el momen­to menos oportuno, al querer colocar a las naciones america­nas, como entre la espada y la pared, centre los yanquis y el soviet. (Maeztu‑Defensa de la Hispanidad, Ed. S. Francis­co, 1936, Chile, pág. 1,52).

Para huir de ambos no habría mas remedio que afirmar en América lo «falangista», más que lo español. . .

Pero si no podemos renegar de nuestra noble herencia hispana. ¡Ni podremos arrancar de nosotros a Sancho ni al Quijote,, ni nadie piensa en ese imposible...! Pero sería útil desenterrar el verdadero hispanismo, como el más justo modo de situarnos en la realidad contra los estrechos y explosivos iberoamericanismos de artificio.

Ha dicho, con razón, el canciller Padilla, que el ibero­americanismo que se predica hoy día no es sino una fase y un arma de propaganda antiamericana del Nacismo.

Lo Americano es una Tierra India, roturada y sembrada por el Español. La entraña morena de América ha sido fecun­dada por la semilla misionera de España Cristiana, que nos ha enseñado «a realzar a Jesucristo y hablar en español». (R. Darío).

Este es un hecho. Un hecho histórico ineludible y tan indestructible, que, por eso mismo, se hace sospechosa una extemporánea campaña de hispanoamericanismo. Porque como no puede estar en peligro de perderse, nunca, la hispanidad de nuestra América, no puede esa campana tener otro sentido que el de oponerla a la sajonidad de la América del Norte. Y vamos a ver que el verdadero sentido tradicional de España es todo lo contrario de este anhelo de cisma y de odio racial.

Madariaga resume muy bien los altos y bajos de la amistad de las Naciones Americanas con la Madre Patria. (España Ensayo de Historia Contemporánea). Y señala, como el único sentido verdadero que ha de tener la Hispanidad, el de una influencia natural de Cultura; pero no ningún sentido de im­perialismo, ni menos de oposición de unas partes con otras partes de la América una.

Hasta la conquista de América se hizo en nombre de una misión cultural, evangelizadora. Y la intención de los reyes era sincera. No importa que muchos aventureros y encomenderos la viciaran. Estuvo siempre presente en el misionero y la Iglesia, en el rey y la Legislación de Indias, como testimonio perma­nente del alma de la empresa, única en la Historia.

Hay más. El español transplantó a las guerras americanas el mismo espíritu y estilo de su Reconquista. Ni hizo distin­ción racial entre indios y españoles, como no la había hecho entre árabes y godos. Nunca España se sintió una, rata supe­rior a otras razas. Todas sus aventuras fueron una quijotada cristiana!

Los primeros en reivindicar la acción civilizadora de Es­paña en América han sido escritores anglosajones, como Prescott, Walsh, Lewis, Lumis, etc.

La sensata ausencia de pretensiones racistas de Espada es tan evidente como la democracia instintiva de su espíritu. Por eso, el totalitarismo y el racismo, en España, nos suena a falso, y por fortuna, a precario.

3. Hispanismo a Interamericanismo.—Catolicismo y Realidad

El título legítimo, aceptado por el más grande de los juris­tas españoles, Victoria, para la conquista de América es el principio de derecho internacional enseñado por el discípulo de Santo Tomas: «de la sociedad natural y comunicación» entre las gentes.

El Nacionalismo es planta nueva. Maleza que cundió a medida que los pueblos se olvidaban de la unión que la misma Fe, sobre la razón natural, creaba entre ellos. Y mientras lagran Cristiandad humana de la. Edad Media, prolongada, se resquebrajo per la Reforma, y después por la Enciclopedia naturalista, los Estados comenzaron a adquirir una mayor fuerza individualista. Y la irreligiosidad de las masas de nuestro siglo hizo posible que la sed de religión, innata en el alma humana, inventara en el culto nacionalista un substituto peligroso de la Religión de la caridad.

El nacionalismo, que comenzó por una propaganda cultu­ral, terminó tratando de imponerse per las arenas. ¿Es ese el sueño pueril y malo de estos iberoamericanitas...? ,Van a emular en una unión de los estados desunidos de Sud América el poderío económico de los Estados del Norte? Van a afianzar su «independencia» del «imperialismo yankee» (otra frase!) en maquinarias que se piden prestadas al Tío Sam? O bastara levantar el brazo como para ver si va a llover, para vencer a la raza sajona en nombre de la Hispanidad...?

¿Por que cerrar fronteras, si el ideal de la Hispanidad, encarado en Victoria, era el mismo ideal católico, que significa universal y que derribaba genialmente las fronteras?

Por que, entendámonos: una cultura española no existe. Lo que ha existido es una cultura occidental, europea, de alma católica, de la cual España, en el siglo XVI fue la más limpia y fuerte expresión.

Y ese sentido antiracista, por religioso, de España se opone, precisamente, a que se trate de marcar fronteras y cerrar regio­nes de un mismo continente, con el disfraz de defender una cultura, que se defendería difundiéndose. . .

La cultura española, la cristiana, con todo lo típico del español que se injerte en lo indio, cultura sudamericana, es tan fuerte, que no teme a ninguna cultura.. ¿Por que, entonces, encerrarnos en el Sur, pretendiendo que no tenemos nada que recibir, ni nada que dar al Norte?

La estructura del mundo después de la guerra, so pena de muerte, tiene que parecerse más que la anterior al ideal de solidaridad universal, que ha silo siempre la enseñanza cató­lica, desde San Pablo hasta Pío XII.

El crear antagonismo nacionales; el explotar las inconscientes antipatías nacionales, es una obra antihumana y anti­cristiana. Para los países de Latinoamérica, es además, una obra antipatriótica, de baja negativa, y suicida.

Así como las familias, para mejor vivir, por derecho natural se congregan en una unidad social mayor, el Estado; así también los Estados Nacionales, sin perder su individualidad, per derecho natural deben asociarse solidariamente en una organización supranacional, en una efectiva y universal Sociedad de Naciones. Esta es la doctrina clásica de la Escolástica cristiana de Victoria, Suárez, Soto, los más altos juristas de la España católica.

En el «Código de Moral Internacional» de Malinas, se hace la síntesis de los deberes del individuo para con la nación y para con la sociedad internacional: «Un cristiano puede y debe cumplir ambos deberes siguiendo el ejemplo de la Iglesia, cuya catolicidad incluye en su solicitud universal la salvación de los individuos, la prosperidad de las naciones y el bien de la humanidad.

Y el Papa Pío XII, que se lamenta como de uno de los peores males que han desencadenado los actuales horrores, del olvido del la ley de solidaridad humana y de la caridad», dice:

«Ni hay por que abrigar ningún terror de que el senti­miento consciente de fraternidad universal producido per las enseñanzas del Cristianismo, y el espíritu que el inspira, este en contra del amor a las tradiciones y a las glorias de la patria de cada uno, o impida al progreso de su prosperidad o sus legítimos intereses. Porque el mismo Cristianismo enseña que en la practica de la caridad debemos seguir el orden establecido per Dios, cediendo el lugar de honor en nuestros afectos y bue­nas acciones a aquellos que están unidos a nosotros por espe­ciales lazos...»

La clara doctrina de la caridad cristiana establece: el amor a todos los hombres como a nosotros mismos. También el amor a la patria cae dentro de la caridad. De modo que así como el amor a sí mismo o a la propia familia no nos impone odio al extraño—porque no hay extraños sino hermanos para el cristiano de veras, —así el amor a la patria nos obliga a preferirla a las otras, pero no a desear que se aísle, para propio y ajeno daño; si no a la cooperación sincera, cordial, desprovis­ta de prejuicios de odio que estorban, con los demos pueblos y naciones de la Cristiandad.

La realidad del mundo de post‑guerra, deberá ser algo semejante al ideal de la filosofía cristiana, para no perecer. Y dentro de esa organización mundial, o como Federación Mundial, de que hablan bien todos los Papas del Siglo, XX es, natural que haya ciertas uniones regionales menores. Es el mismo orden en lo social y lo individual. Persona, familiar Estado, Nación, Continente, Universo.

El Interamericanismo es, o debe ser, un intento sincero de cumplir el deber de solidaridad humana esencial, entre todas las naciones de América, que forman un todo bien determinado dentro del concierto de la Sociedad Humana Universal.

De hecho, América ha zanjado muchos diferendos, por buena voluntad y ayuda hermanable como en nuestro con­flicto de Tacna y Arica por arbitraje de Estados Unidos y sin intervención de Liga de las Naciones, mientras Europa no ha aprendido otra manera de arreglar o desarreglar sus problemas que por la fuerza brutal.

No voy a repetir las obvias razones geográficas y de todo orden que hacen una perogrullada de la necesidad de unión de toda América, sin que eso signifique tampoco un frente opuesto a Europa.

Madariaga señala muy bien como lo hispano (incluyendo lo latinoamericano) y lo británico (incluyendo lo norteameri­cano), lejos de excluirse a oponerse, han de ser los dos pilares de la reconstrucción de la paz.

La radio, el avión, el teléfono, las maravillas de la ciencia aplicada, son un llamado al espíritu sobre el derrumbe de las antiguas barreras para las culturas. El mundo es una unidad orgánica. Ninguna célula, so pena de constituirse en tumor canceroso—que ha de extirparse—puede aislarse, y enquis­tarse, en la circulación universal del cuerpo de la humanidad.

Inglaterra salvó en 1940 la libertad de todo el mundo. Es un hecho que exige la gratitud de toda la civilización. «Así como la Gran Bretaña—dice Madariaga—debe mucho de su éxito en la historia al equilibrio de las tensiones entre celtas teutones dentro de su población, así la nueva Atlántida adqui­riría un nuevo equilibrio de dotes y calidades en la tensión de Bus grupos ibéricos y anglosajones».

«Los intereses inmediatos también se equilibran y no opondrían grandes obstáculos a esta política. Los anglosajones buscan en América del Sur ante todo intereses de carácter económico, financiero y comercial; los españoles tan sólo inte­reses de carácter moral, cultural y de sangre». Y, para vivi­ficar las inmensas tierras suramericanas propugna la sabia alianza entre la sangre española y la técnica y el capital anglo­sajón.

Pero también los anglonorteamericanos miran a nuestra cultura. Y los más preclaros hispanistas serios, son de su raza. Y miran con envidia los ricos tesoros de la literatura y de arte antiguos; así como los católicos norteamericanos, que suman más de treinta y cinco millones, miran en Sudamérica la unidad de la Fe.

En vez de las palabras huecas de indo o hispano america­nismo, tratemos de ser lo que debiéramos ser. Y una vez bien afirmada nuestra esencia de cultura occidental, latina y Cris­tiana, podremos ser no el insolente pordiosero frente a los ricos del Norte, sino el hermano sincero que admite y da colabora­ción, para que la unidad de la patria sea una verdad; para que la unión de Sudamérica sea una verdad; para que la unión de toda América sea una verdad; para que la paz en la unión de toda la Cristiandad sea una verdad.

Una verdad que se hace por la justicia en la caridad.