Discurso pronunciado el 8 de Noviembre de 1941, por el señor Decano, don Arturo Alessandri Rodríguez, al recibir como miembros honorarios de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, al Excmo. señor Osvaldo Aranha, Ministro de Relaciones Exteriores del Brasil, y al profesor señor Pedro Calmón, Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad del Brasil.

Nuestra Casa está de gala. Dos huéspedes ilustres que han llegado hasta nuestro país en misión de confraternidad Americana reciben en estos momentos la más alta distinción que la Universidad de Chile puede conferirles: la calidad de miembros honorarios de una de sus Facultades. Tienen títulos sobrados para ello. Osvaldo Aranha, cuya reputación asume ya los contornos de una figura continental, no solo es el político y diplomático brillante que desde algunos años está conduciendo las relaciones exteriores de su país con talento y fino sentido de la realidad en que vivimos, sino el jurista eminente, cuya versación jurídica y la profundidad de sus conocimientos lo destacan como uno de los grandes valores del Derecho brasilero. Pedro Calmon, actual Decano de la Facultad Nacional de Derecho de la Universidad del Brasil, aparte de sus relevantes dotes de historiador que han hecho de él una de las primeras autoridades en materias históricas, es un jurista y maestro distinguido, autor de numerosos tratados de Derecho Público, especialidad que profesa en esa Facultad. Pero a estas cualidades se une por sobre todas otra que, para nosotros los chilenos, pesa talvez más que las señaladas: son brasileros. Chile y Brasil están unidos, desde largos años, por vínculos de una real y sincera amistad, que se exterioriza en toda ocasión y que vosotros habéis podido apreciar en los breves días de vuestra visita, así como la sienten y aprecian en toda su intensidad los chilenos que hemos tenido la suerte de pisar la hermosa tierra brasilera, que si es feraz y pródiga en riquezas naturales lo es mucho más aún en afectos y en generosa hospitalidad. Son también Americanos. Talvez nunca esta palabra ha tenido un mayor significado que ahora. Durante la Edad Media, aquella época que, para muchos, - y sin razón -, ha sido la noche de la humanidad, la cultura greco-romana se refugió en los claustros solitarios y, quietos de esos viejos monasterios que el hombre quiso construir como un testimonio de su grande amor para con Dios. Parecía que esa cultura hubiera querido huir del furioso vendaval desatado sobre el viejo continente europeo por los bárbaros que lo invadían, temerosa talvez de perecer entre ellos y buscó, por eso, con decidido afán, las manos caritativas de quienes, por la religión de amor que profesaban, habrían de tratarla con la bondad a que era acreedora. Hoy, como entonces, se desata también sobre ese continente el vendaval de otra barbarie. Con el tronar de los cañones y el ruido de las bombas y metrallas se quiere implantar un nuevo orden en que la libertad y el espíritu del hombre queden sometidos al libre arbitrio de uno solo, en que el hombre-persona sea sustituido por el hombre-cosa. La libertad del mundo, el régimen democrático huyen también despavoridos y buscan su último refugio en esta noble tierra Americana, regada por la sangre generosa de tanto patriota ilustre. Los Americanos creemos en la libertad, la amamos con todas nuestras fuerzas. Por ella hemos luchado y al amparo de ella hemos crecido y vivido. Nuestros antepasados nos la legaron después de haberla conquistado con cruentos sacrificios. Es deber nuestro transmitirla incólume a nuestros hijos. Pesa, pues, sobre nosotros y muy particularmente sobre los universitarios, la sagrada obligación de conservarla intacta. Son las Universidades las sucesoras de los viejos monasterios medioevales, y son sus maestros, al igual que las vestales de la antigua Roma, quienes deben velar porque se mantenga encendida, no ya la débil luz del fuego sagrado, sino la luz potente y brillante de ese don preciado, sin el cual la vida no vale la pena de ser vivida: la libertad. En el Brasil, habéis dicho señor Ministro, no queremos comunismo, ni fascismo ni nacismo: son regímenes de importación que no se avienen con vuestras tradiciones verdaderamente democráticas. Yo me permitiré agregaros que no los queremos tampoco en América, que es y ha sido siempre patria de hombres libres. Brasileros y chilenos comulgamos con los mismos ideales, vibramos con los mismos sentimientos, nuestras almas se confunden en una misma aspiración. ¿Como queréis entonces que esta Facultad no haya deseado incorporaros a su seno, cuando, por sus tradiciones y su objeto, es un celoso guardián de todos aquellos principios e instituciones que dignifican la persona humana y protegen su libertad a igualdad?

Señor Ministro, señor Decano:

En nombre de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, que me honro en presidir, os entrego los diplomas que os acreditan como sus miembros honorarios.

Estáis en vuestra casa. Sed los bienvenidos.