Parece que el transcurso de estos cien años corridos desde el día en que el corazón de don Andrés Bello dejó de latir, hubiera servido para que Chile adquiriera conciencia de la magnitud de su deuda con el egregio maestro. La han reconocido solemnemente y sin limitaciones, cada uno en su ámbito, el Supremo Gobierno, la Cancillería, la judicatura, las Academias letradas, la prensa y muchas otras altas derivaciones de la cultura y de las ciencias; y ahora mismo, oficialmente lo hace su hija predilecta: LA UNIVERSIDAD DE CHILE, cuya Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales fue la más favorecida en el reparto del opulento acervo intelectual de este preclaro varón.

El señor rector de esta Universidad me ha honrado con el encargo de ser el portador de la ofrenda de nuestra Facultad, sin duda por ser yo quien después de más de 30 años de Cátedra en la disciplina preferida del Maestro, he podido tal vez impregnarme, mejor que otros, de su espíritu y de su sabiduría y captar su visión clarividente del destino y del porvenir de las jóvenes nacionalidades que, en una explosión de libertad, cortaron las amarras coloniales y pidieron un puesto en la avanzada de los pueblos civilizados.

Mientras más hondo cavo en la mina inagotable de conocimientos y de erudición del Maestro, más difícil me parece abarcar, siquiera en una visión superficial, la extensión y profundidad de sus dominios intelectuales.

En homenaje a Bello, que era sobrio, preciso y directo en todas sus producciones, no puedo resignarme a elaborar un elogio, que siempre sería pobre para quien el lenguaje literario no tuvo misterios.

Prefiero pedir permiso para exponer en forma sencilla y sin pretensiones, mi encuentro espiritual con el Maestro, ante cuya depurada sensibilidad, elevación de pensamiento e inagotable fuente de sabiduría he caído deslumbrado, sin más esperanza que la de que al volver al camino que él recorrió, un nuevo deslumbramiento me ha cegado, como frente a un milagro.

Lo contemplo en Londres debatiéndose en un océano de incomprensiones y de miseria. Había llegado allí para trabajar por el afianzamiento de la emancipación americana en una Comisión en que su nombre aparenta ser el de un integrante auxiliar y subalterno; pero en la cual su excepcional ilustración, dominando lenguas clásicas y modernas, y abarcando las letras y las ciencias, lo destaca desde el primer momento como un mentor y maestro, título este última que le dan sin vacilación sus asociados hasta su muerte; pero que desventuradamente no le sirve para encontrar en hora oportuna el apoyo material que tanto necesitaba.

Ahórreme Ud. la mendicidad, dice en desgarrador llamado a su ex colega y discípulo el Libertador Bolívar, a quien ilumina el sol de la gloria, en los mismos días en que don Andrés deambulaba en la capital británica de una modesta vivienda a otra más modesta.

Y aquellos tiempos conturbados no dan ocasión para sostener decorosamente a quien fue sacado de la tierra de sus mayores, como ejemplar de selección, porque la patria lo necesitaba en tierras extrañas.

Pero en medio de este drama íntimo, Bello capitaliza su desventura y encuentra en ella fuerzas para buscar en los centros más eminentes, de la cultura universal, mayor amplitud para sus conocimientos, en una incansable tarea de lecturas, investigaciones y compulsas.

El soplo magistral que marcó su vocación desde los lejanos tiempos caraqueños, parece haber sido como una premonición de que algún día esa paciente acumulación de sabiduría tendría que derramarse sobre sus semejantes en alguna parte, como una espléndida cornucopia volcada sobre un suelo nuevo, sediento de su regalo.

De este período extraigo la primera gran lección que Bello dio a las generaciones venideras: la desgracia, la miseria, las incomprensiones, las injusticias, no son aludes que cieguen la fuente, ni muros que se alcen invencibles contra el porvenir: Un día llegará en que lo que fue preparado para una gran tarea, se confrontará con su destino.

Ese peregrinaje de don Andrés Bello en sus dieciocho años de Londres: de la misión venezolana a la misión chilena y de ahí a la colombiana para volver a la de Chile, enfocando siempre el mismo problema de la defensa de los pueblos emancipados de España, fortaleció en su espíritu la convicción de que los Estados iberoamericanos formaban un solo todo y debían terminar necesariamente en un gran conglomerado político y económico.

Aun antes de recibir su reconocimiento de 'chileno legal' por sus valiosos servicios a la República en importantes documentos oficiales se declara chileno, no, por cierto, porque pretendiese renegar de su suelo natal, cuyo tierno recuerdo asaltaba su mente a cada instante:

Naturaleza da una madre sola y da una sola patria. En vano, en vano se adopta nueva tierra; no se enrola el corazón más que una vez . . . .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   .   . ¡Qué importa! No prescriben los derechos del patrio nido en los humanos pechos.

No. Si él se llamó chileno algunas veces no fue porque olvidara 'el caro suelo que le vio nacer', sino porque él entendía su misión como ciudadano de América.

Nunca le interesaron las alianzas políticas o de fuerza.

Su pensamiento en torno a la unión americana está fijado en estas clarividentes frases: 'A juicio de Chile ha contribuido a frustrar esta unión tantas veces promovida el que se ha querido una Liga de Gobiernos más bien que de pueblos, el que se ha tratado más bien de unir las fuerzas materiales, los elementos de poder, que de estrechar entre sí los pueblos, destruir las barreras que los alejan, de extender en cuanto es posible para cada americano los límites de la patria, de armonizar los elementos de progreso que cada Estado posee con los demás Estados, para dar mayor impulso y desarrollo a la prosperidad y engrandecimiento de todos'.

Poco antes de su muerte, en uno de los últimos documentos que llevan su firma, enuncia la idea 'de un Congreso permanente para dar verdadera unidad a diversas nacionalidades, decidiéndose las cuestiones, no por unanimidad sino por mayoría de sufragios'.

Y, desde este mismo ángulo, no podría dejar de citarse la 'Cláusula Bello' en los Tratados de Comercio, mediante la cual se reservaba a las naciones derivadas del ancestro hispano un tratamiento preferente, por encima del de la cláusula de la nación más favorecida.

Al concertarse un Tratado con los Estados Unidos del año 1832, negociado por Bello con Plenos Poderes del Gobierno de Chile, consignó la verdadera finalidad y alcance de esta cláusula en los siguientes términos: 'y fundándose estas excepciones en la íntima conexión e identidad de sentimientos e intereses en los nuevos Estados Americanos que fueron miembros de un mismo cuerpo político bajo la dominación española, se entiende que tendrán dichas excepciones toda la latitud que corresponde al principio que las ha dictado, comprendiendo por consiguiente, a todas las nuevas naciones dentro del territorio de la Antigua América Española, cualesquiera que sean las alteraciones que experimenten en sus constituciones, nombres y límites'.

Bello demuestra así su clarividencia, el vuelo sorprendente de su imaginación, la visión del futuro, visión por cuya senda los verdaderos estadistas americanos de estos tiempos trabajan en una integración gradual que se parangone con la estructura de los Estados Unidos para poner término a los Estados Desunidos del Nuevo Mundo.

Y por lo mismo que era ése su pensamiento, ésa su formación intelectual, se interna en el estudio del Derecho de las Naciones para disponer de la norma jurídica que regule los derechos y los deberes de los Estados, en una sociedad organizada, cooperadora, fraternal, y llega a brindar a su amada patria americana, y especialmente a Chile, el orgullo de tener el primer gran libro consagrado a esta nueva disciplina.

Con estos antecedentes, recién llegado a este país, inaugura don Andrés una prestigiosa cátedra, en la que él oficia como verdadero maestro y profeta de los destinos de América, soñando con un mundo nuevo organizado en el trabajo y en la paz e impartiendo, para honra de Chile, desde su asiento en nuestra Cancillería, la lección de una convivencia fructífera, sobre la base de respetar y hacer respetar los derechos de todos.

Por eso es que abomina de las guerras, las estigmatiza como crímenes contra la humanidad. Amunátegui llega a pensar que lo dominaba hasta cierto punto un criterio cosmopolita. Traduciendo a Lamartine, dijo:

¿Para qué el odio mutuo entre las gentes? ¿Para qué esas barreras que aborrecen los ojos del Eterno? ¿Hay acaso fronteras en los campos del éter? ¿Vense acaso en el inmenso firmamento vallas, linderos y murallas? Pueblos, naciones, títulos pomposos ¿Qué es lo que dicen? Vanidad, barbarie. Lo que a los pies ataja no detiene el amor. Rasgad, mortales, (Naturaleza os grita) las funestas banderas nacionales: el odio, el egoísmo tienen patria; no la fraternidad.

Y en su gran poema 'El Proscrito', exclama:

¡Al campo! digo yo como Tancredo: mas no en verdad al campo de batalla, donde el tronar del bronce infunde miedo y el zumbar de la bala y la metralla; ni al campo donde el bárbaro denuedo de un falso honor, teutónica antigualla, dos pechos pone a dos contrarias puntas por ofensas reales o presuntas.

No. La guerra no entró nunca en su pensamiento. Presenció alguna con visible dolor e hizo cuanto pudo por atenuar sus rigores. Ya lo veremos. Pero su espíritu volaba por más altas regiones: por aquellas en que los pueblos ajustándose a sus enseñanzas, se movieran en un campo fraternal, bajo el imperio de normas jurídicas que él se había encargado de recoger de los grandes maestros, de difundirlas, de perfeccionarlas y de aplicarlas ejemplarmente.

Con qué horror miraría hoy el humanista por excelencia, a pueblos en que la persona humana no logra obtener recursos que le permitan disfrutar del mínimo de los medios para subsistir, y que, sin embargo, los obtienen a cualquier precio para arrastrarlos, en grandes masas, a guerras muy costosas, con bombarderos, armas perfeccionarlas y proyectiles teledirigidos.

Desde el fondo del pensamiento que don Andrés Bello iluminó con su sabiduría, surge una acusación terrible en contra de la vanidosa civilización en que nos ha tocado vivir.

Conjugando su pacifismo con otras actuaciones de don Andrés, no podemos olvidar su defensa reiterada de los Tratados internacionales. En el ambiente enardecido de pueblos nuevos, los Pactos entre los Estados tenían grandes adversarios. Con cada Tratado, decían, limitamos nuestra libertad de acción; tomarnos compromisos con Estados poderosos que ellos se negarán a cumplir cuando no les convenga.

Para don Andrés, que defendía su criterio desde la Oficialía Mayor de la Cancillería chilena y desde las columnas de 'El Araucano', el Tratado internacional era la creación de normas reguladoras a que tendrían que sujetarse los tratos entre los pueblos. Esas normas vagaban, por entonces, en el terreno de los principios y para darles eficacia había que hacerlas positivas. No era sólo la fuerza bruta la que podía imponer su cumplimiento; a veces la gran fuerza de la opinión pública internacional condenaría al poderoso que quebrantara sus compromisos. En la conciencia de los pueblos la norma pactada tenía ya su gran fuerza: pacta, sunt servanda, y al amparo de ella las pueblos débiles podían obligar a los fuertes.

Y así fue como en una red de tratados, algunos de gran valor ejemplar y anticipacionista, con Estados Unidos, con Bélgica, con Gran Bretaña, con el Perú, con México, Nueva Granada y la República Argentina, aseguramos garantías para nuestro naciente comercio y para el desenvolvimiento ordenado de nuestras actividades.

Tenemos que reconocer que en esta materia, el respeto escrupuloso de los tratados, norma que caracteriza la posición internacional de Chile, seguimos caminando honrosamente en la huella del Maestro.

Sería con todo un error pensar que el pacifismo de don Andrés debilitó en algún momento la energía con que, desde su cargo, debía defender la posición internacional de Chile cada vez que las demasías de agentes exteriores o los hechos históricos lo hicieron necesario.

No fue poco frecuente en aquellos tiempos que los representantes de las grandes potencias se arrogaran atribuciones o formularan protestas infundadas. Bello sabía ponerlos en su lugar. Y lo realizaba con una elevación, una dialéctica y una erudición que hacen de cada documento una primorosa lección de diplomacia, tanto en la forma como en el fondo.

Permítaseme recordar, entre muchas, la polémica sobre la pretensión de los Agentes del Servicio Exterior extranjero para ejercer jurisdicción en el territorio nacional. El Agente británico había dictado órdenes de embargo contra mercaderías que estaban a bordo de un barco de su bandera surto en un puerto chileno.

Bello replicaba que los barcos extranjeros surtos en aguas territoriales chilenas estaban sometidos a la jurisdicción nacional y que el reconocimiento prestado por el Gobierno a la investidura del agente extranjero no le habilitaba para ejecutar actos de jurisdicción en Chile, aun cuando hubiera recibido instrucciones en tal sentido de su gobierno.

Esta buena doctrina, que hoy ya nadie discute, era novedosa en aquellos tiempos, y Bello pudo lucir su erudición en la materia citando la práctica de las naciones y autorizados textos y tratadistas como Vattel, Chitty, Kent, Elliot, Martens y la Novísima Recopilación.

Reaccionando enérgicamente en contra de todo tratamiento discriminatorio, en una comparación que parece que era muy de su agrado dice: 'En los tratados de navegación y comercio de Gran Bretaña apenas se halla cláusula alguna que revista a los cónsules de autoridad judicial, si no es en los que se han celebrado con las Potencias Berberiscas'.

Más tarde, ante el atropello de la inviolabilidad de un Agente chileno en el extranjero dice al Ministro del Perú: 'el maltratar por una supuesta ofensa de su Gobierno, sea ésta cuan atroz se quiera, fue un procedimiento de que sólo se hallarán ejemplos en la Corte de Constantinopla, y en las regencias berberiscas'.

Pero así como reclamaba respeto para nuestros agentes, lo otorgaba en igual grado a los agentes extranjeros. Amonestando a un funcionario que se ha excedido a este respecto, dice: 'El Presidente me encarga decir a US. que la subsistencia de tal estado de cosas es un acto de tropelía contra el fuero de los Agentes Diplomáticos y US. debe hacerlo cesar inmediatamente'.

En otra ocasión, polemizó con el E. de N. de Francia, sobre servicio militar, también con la misma erudición y autoridad; y mostrando su exacta información del problema, pudo poner a su contendor en muy penosa situación, citando una reciente ley francesa que desautorizaba precisamente la tesis sostenida por éste. Con una fina nota irónica, poco común en el lenguaje de Bello, agrega: 'A la verdad el infrascrito no ha recibido el texto de esta ley en una forma auténtica, pero el señor E. de N. tendrá acaso la bondad de contradecirla, si la encuentra infundada'. . Durante la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana y el General Santa Cruz, la acción de Bello fue múltiple, ágil y extraordinariamente valiosa. Don Miguel Luis Amunátegui Reyes, comentándola, afirma que en esta ocasión sus servicios fueron inapreciables.

El problema internacional que planteaba este proceso histórico no era sencillo. Santa Cruz sostenía que su acción no podía ser interferida por Chile, pues sus planes abarcaban sólo a Bolivia y el Perú. Esa interferencia equivalía según él a una intervención indebida.

Bello, apoyando a Portales, alma de la acción chilena, sostenía que el General Santa Cruz se aprovechaba de la confusa situación interna del Perú; que procuraba imponer su predominio por la fuerza, y que las finalidades de la proyectada Confederación estaban dirigidas a detener el desarrollo de Chile, a privarnos de nuestra posición en el Pacífico y a hacer de este país en el futuro una dependencia del nuevo gran Estado que se pretendía establecer en el Norte.

En prueba de su aserto, Chile invocaba leyes y decretos hostiles y la ayuda prestada a la expedición fracasada de don Ramón Freire, en barcos peruanos, con dinero peruano y organizada a vista y paciencia de las autoridades y del propio Protector general Santa Cruz. La no intervención, decía Bello, es un deber; pero la contraintervención es un derecho, ejercitado esta vez en resguardo del porvenir de Chile.

Los mensajes y notas referentes a esta jornada bélica y diplomática, son de una maestría inigualada. La polémica con el Ministro Olañeta, la entrega de sus pasaportes a don Juan de la Cruz Méndez, activo y peligroso agente de Santa Cruz, mezclado con fuertes ribetes de verosimilitud en el asesinato de don Diego Portales; las ordenanzas sobre bloqueo y guerra marítima objetadas por el comercio de las grandes potencias; el rechazo del Tratado de Paucarpata, y, por fin, el asilo de Santa Cruz, derrotado definitivamente por Bulnes en Yungay, pusieron a prueba la maestría insuperable de don Andrés Bello en los debates diplomáticos y permitieron a Chile afrontar ante el mundo entero una situación que la astucia y agilidad del general boliviano hizo realmente peligrosa en muchos instantes. Vicuña Mackenna, gran enemigo de esta acción chilena, parece inclinado a negar el apoyo de Bello a la gran empresa portaliana; pero los artículos de 'El Araucano', el estilo de los documentos oficiales, las citas de tratadistas y de precedentes que en ellos se encuentran, y, por último, la apología de toda la jornada que hizo don Andrés al comentar la trascendencia política de la batalla de Yungay no permiten desconocer su decisiva influencia en estos acontecimientos. Sotomayor Valdés afirma que Bello fue el redactor de las comunicaciones cambiadas con Olañeta, y cita la nota de éste de 28 de noviembre de 1836 que comienza así: 'He recibido la comunicación de V.E. fechada el 23 del presente y aunque su encantador lenguaje me ha incitado a leerla más de 10 veces', etc. Con razón el historiador, refiriéndose a esta polémica diplomática anota: 'Contrasta en esta discusión el estilo caluroso y casi siempre bombástico de Olañeta, con la templanza y arte exquisito de Bello'. 'Y a la verdad, pocas veces fue tan feliz la correcta y erudita pluma de este escritor como en esta controversia de jurisprudencia internacional'. Más tarde asumió ostensiblemente la dirección de todos los grandes esfuerzos diplomáticos que fueron necesarios para frustrar el regreso del general Flores al Ecuador, amparado por España, y es a Bello a quien corresponde otra vez la honra de haber impedido de esta manera una grave perturbación en el cuadro americano, haciendo imposible un intento de reconquista que pudo haber tenido las más graves consecuencias para la emancipación de las naciones del Nuevo Mundo. No puede tampoco dejar de recordarse su patriótica previsión, al inspirar la Ley de 1842 que declaró de propiedad nacional los guanos situados al sur del paralelo 23, y la afirmación del uti possidetis de 1810 en el Tratado con Argentina de 1856. En ambos casos, afianzó poderosamente los derechos de nuestro país en las controversias limítrofes que sobrevinieron. Alberto Cruchaga Ossa, en su jurisprudencia de la Cancillería Chilena, nos ha entregado una espléndida muestra de la inmensa labor desarrollada por Bello en la orientación de la política exterior de Chile. Nadie que haya trabajado en el Ministerio de Relaciones Exteriores, afirma Cruchaga, puede prescindir de la obra realizada allí por don Andrés, pues ella cubrió todos los ángulos, oscuros y brillantes, del Servicio Exterior y dejó marcado el camino para la acción futura. Me he permitido seguir al Maestro especialmente en su acción internacional, señalando uno que otro resplandor de su gran obra. He citado como suyas piezas diplomáticas que llevan otras firmas, porque nadie discute la paternidad legítima de la dialéctica y del lenguaje del Maestro. Su labor fue muy amplia y no cabe en un homenaje como éste. Pero puedo afirmar sin temor, que ella bastaría para justificar su exaltación a uno de los sitiales más altos que el reconocimiento nacional pueda ofrecer a sus más grandes servidores. Eminentes escritores y publicistas chilenos han consagrado a su vida estudios tan valiosos como los de Amunátegui, Barros Arana, Feliú Cruz, Orrego Vicuña, Ricardo Donoso, Silva Castro y otros; prestigiosos investigadores venezolanos han restaurado la personalidad intelectual de don Andrés con notables trabajos; juristas tan eminentes como Pedro Lira Urquita, han puesto de relieve todo lo que hizo por nuestra estructura jurídica, al reemplazar los viejos cuerpos de leyes españolas por una legislación moderna y apropiada a los nuevos tiempos; nuestro Rector ha dicho ya muy elocuentemente cuánto le deben esta Casa de Estudios y la educación del país; y en todos los grandes centros de la cultura nacional se ha dejado oír una voz justiciera para su obra multifacética. Todo esto no es nada más que el cumplimiento de un deber. En una hora de incomprensiones y desventuras para él, Chile le tendió la mano, y más que ayudarlo, consiguió adquirir con esto el valioso tesoro de sabiduría y laboriosidad, que, en compensación, él prodigó generosamente en un país que daba sus primeros pasos. Su mano modeló todo lo que tocó. Llegó en una hora en que nuestra cultura era primaria y en que todavía temblaba la tierra, sacudida por el sismo revolucionario; se fue, dejándonos ordenados, cultos, emprendedores y respetados.

Damos gracias a Dios por haber enderezado su barca hacia nuestras costas. Cien años se han cumplido desde su muerte; podrán cumplirse varios siglos más, pero siempre será cuestión de honor para Chile la de que su recuerdo sea permanentemente venerado; y de que, en conjunto, estadistas, magistrados, universitarias, educadores, juristas, literatos, poetas, lingüistas, biólogos y cosmógrafos, sigan pagando, cada uno por su especialidad, esta deuda que nunca acabará de extinguirse.

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* Discurso pronunciado a nombre de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, por don E.B.J., con motivo del centenario de la muerte de don Andrés Bello. Santiago, 1965.