En la hora de decisión                                                    

Apenas había corrido una década desde que Chile lograra su independencia y el país seguía buscando en la oscuridad la ruta de su organización definitiva. No sólo la inexperiencia política y el caos económico ponían obstáculos en el hallazgo de la solución. Era también y particularmente el afán sudamericano de creer en el poder curativo de las fórmulas foráneas. El complejo de inferioridad y la adora­ción a lo nuevo y extraño, ayudaban como nada a mantener el desorden y el desconcierto. El año 1829 alcanzó éste su ápice y la crisis tuvo una aceleración dra­mática. Fue precisamente en esas horas de decisión cuando el caraqueño Andrés Bello desembarcó en Valparaíso. Con velocidad iban a desenvolverse los aconte­cimientos: la renuncia del Presidente Francisco Antonio Pinto, sin energías para afrontar las circunstancias y asqueado del fraude generador. Congreso donde im­peraban sus partidarios; el alzamiento del ejército del Sur y de los opositores de Santiago; la derrota en la batalla de Lircay de las últimas ilusiones del grupo ro­mántico de los 'pipiolos' que dominaba hasta entonces; en fin, la elevación de Diego Portales como Ministro omnipotente y constructor enérgico y audaz de un nuevo orden político.

Caracas y su hijo.

Tenía Bello a la sazón 48 años de edad y su nacimiento y juventud habían ocurrirlo en la capital de Venezuela en tiempos de un suave florecer cultural. Nadie podía prever entonces la ola de brutalidad y de sucesivas tiranías que por más de un siglo se encargarían allí de extirpar el espíritu. El clima era propicio al desarrollo de la inteligencia y al estímulo de las grandes vocaciones. No por un azar nacieron en Caracas Miranda, Bolívar, Sucre y Bello, llamados a tener un destino internacional. Los contactos vivos que entre la metrópoli y Venezuela generara la Compañía de Guipúzcoa, con los que el vasco Ramón de Basterra ha llamado certeramente 'los navíos de la ilustración', produjeron un fuerte acicate en la incipiente cultural lugareña. Caracas se transforma en un semillero de inquietudes al tono de la Europa de entonces. Caminan de mano en mano los últimos libros y las recientes partituras; brotan los compositores musicales y se animan en las or­questas y academias el fervor de los melómanos; y en los salones a la usanza fran­cesa, se comentan los grandes autores y se recitan poemas.

Bello, hijo de un compositor de música, se deja envolver por esa corta prima­vera del espíritu. Con vocación precoz devoró los clásicos españoles, que conoció con esfuerzo y dificultad por su estrechez de fortuna. Estudió latín, derecho, francés e inglés; tradujo a Virgilio y leyó poesías en las tertulias literarias. Fue éste un tiempo delicioso que dejó una huella imborrable en su alma. Apenas llegado a Chile en 1829 iba a confesar en una misiva que echaba aquí de menos 'algo de la civilización intelectual de Caracas en la época dichosa que precedió a la revolu­ción'. Y es que ésta advino en 1811 para lanzar la existencia por un atajo duro e inmisericorde.

Luces y nieblas de Londres

Esa conmoción arrancó para siempre a Bello de su tierra natal y le condujo a Londres en una comisión diplomática. Desde allí contempló el giro versátil de la revolución. Y cuando los acontecimientos desembocaron en un colapso del ideal separatista, Bello quedó en la capital inglesa abandonado y sin recursos. Por dieci­nueve años su naturaleza se columpiaría. entre los goces de la inteligencia y los dolo­res del alma. Londres iba a ser para él el huerto de la agonía, preludio de la resu­rrección del hombre interior.

En la biblioteca que allí había juntado Miranda y mucho más en los ricos depósitos bibliográficos del Museo Británico, abrevó en largas vigilias sus ansias de saber. La lectura ordenada, fervorosa, le fue abriendo inesperados horizontes. Fue decisiva su inmersión en la filosofía, el derecho romano, el derecho internacional, la literatura española, la lengua griega, la Biblia.

Y del brazo de estos goces caminan la pobreza y el dolor. Ve morir a su pri­mera esposa inglesa Mary Ann Boyland y a uno de sus tres hijos. Y entonces recuer­da la visión extraña que tuvo un día en Caracas. Fue en el dormitorio de su madre, solo, frente a un Cristo, donde él oyó a la imagen anunciarle triunfos y glorias en su vida, mezclados con el terrible sufrimiento de ver morir a los seres que engendrara. La profecía apenas estaba insinuando su realidad. Su plenitud iba a sentirla en toda su grandeza y anonadamiento en Chile.

La urgencia de subsistir lo transforma en secretario de la Legación chilena en Londres. Primero trabajará a las órdenes del brillante e inescrupuloso Antonio José de Irisarri; luego bajo las de su sucesor, el prolijo y estudioso jurista Mariano Egaña. Sus contactos con el último serán en un principio reticentes y nimbados de des­confianza. Pero luego se generará en ambos espíritus una corriente de amistad que desembocará en un afecto profundo. Bello, que había gestionado en vano de Bolívar la posibilidad de regresar en una condición estable a su patria, acabará por aceptar el ofrecimiento que por iniciativa de Egaña le hace el gobierno de Chile de pasar a servir en su administración. Así perdió Venezuela un ingenio preclaro. Pero el hijo conservó siempre en la distancia y en los años una fidelidad insobornable hacia la madre indiferente.

En la nueva patria

Los contactos del peregrino de Caracas con el agónico y fugaz régimen 'pipiolo' del Presidente Pinto llegaron a ser escasos.  Al llegar a Chile se le nombra oficial mayor auxiliar del Ministerio de Hacienda. Pero esta colocación de circunstancias va a ser alterada por el triunfo conservador que le pone, sin pensarlo, en el grupo de los forjadores del nuevo orden. Su amistad con Egaña y con el omnipotente e intuitivo Ministro Portales, lo hacen el consejero decisivo del gobierno. Hay entre unos y otros coincidencias básicas: el desengaño por la aplicación prematura e incondicional de las fórmulas democráticas, que habían arrastrado a la anarquía a los pueblos americanos. Ya en 1826 Bello había escrito desde Londres a Bolívar felicitándolo por haber reasumido el poder y 'por haberse expresado a favor de un sistema que combina la libertad individual con el orden público, mejor que cuantos se han imaginado hasta ahora'. Y le agregaba, frente a las dificultades políticas de Colombia, que lo más urgente era 'un gobierno sólido y fuerte'. Apenas desembarcado en Chile y en presencia de la crisis dominante, se desahogó en una misiva a José Fernández Madrid, Ministro de aquel país en Londres, con estas palabras: 'Por fortuna las instituciones democráticas han perdido aquí con [más rapidez] que en otras partes su pernicioso prestigio; y los que abogan por ellas lo hacen más bien porque no saben con qué reemplazarlas, que porque estén sinceramente adheridos a ellas'. Sus conclusiones no obedecían a un planteamiento teórico, de ideólogo, sino al resultado de la observación de la realidad y a la cosecha dramática de la experiencia. Bello no era un doctrinario de la política, ni deseó nunca verse confundido en el piélago sinuoso de sus profesionales. En este campo fue ocasionalmente consejero, pero jamás hombre de acción.

Porque se aprecia el bagaje de su cultura y asimismo porque coincide en los fundamentos del nuevo orden que va estabilizando la vida nacional, el gobierno y la sociedad de Chile entregan a Bello cada vez más responsabilidades. Rige entre 1830 y 1831 el Colegio de Santiago; sirve el cargo de Oficial mayor del Ministerio de Relaciones Exteriores desde 1834 a 1852; es redactor del diario oficial 'El Araucano' desde 1830 a 1852; por veintisiete años, a partir de 1837, ocupa un sitio en el Senado; y desde 1843 hasta su muerte ocurrida en 1865 es Rector de la Universidad de Chile. Su magisterio en el campo de las ideas, de la enseñanza, de la política internacional es por largo tiempo incontrastable. El, pobre y forastero, se ha impuesto por el poder avasallador de la inteligencia y de la sabiduría. El honor y la gloria le acompañan; pero también la cruz que ciñe con el sufrimiento los desbordes del orgullo. Las palabras del Cristo de Caracas se van cumpliendo paso a paso. Entremezclados con los triunfos vienen la muerte de su segunda mujer y la sucesiva de la mayor parte de sus hijos. Mientras él avanzaba en la edad, se apagan a su lado en plena juventud los herederos de su nombre.

La forja de hombres

Bello era por esencia un maestro. Lo había sido ya en su juventud en Caracas al dar unas lecciones al futuro Libertador Bolívar. Lo fue apenas llegado a Chile en el Colegio de Santiago, de corta vida. Pero, por sobre todo, lo siguió siendo en su hogar donde acudían a seguir sus lecciones escogidas inteligencias juveniles. Su magisterio cubrió materias variadas: el derecho natural, el derecho romano y el derecho internacional; la filosofía, el latín, la gramática y la literatura. Con sagaci­dad pedagógica aliada de modestia, agrupaba a los alumnos en su biblioteca y allí iba poniendo en sus manos los textos selectos, incitando a las mentes a dialogar con ellos. Con leves toques de orientador, empujaba a los jóvenes a buscar por sí mismos la verdad y el saber. El, sin impaciencias, egoísmos y ambiciones, se que­daba atrás, contemplando el nacer espontáneo de las vocaciones, el suave germinar de las semillas. Por ese respeto que guardó frente a la personalidad de cada alumno, fue posible que a lo largo del tiempo le recordaran con honda gratitud hombres de corrientes distintas y antagónicas como el liberal Miguel Luis Amunátegui, el con­servador Manuel Antonio Tocornal y el radical Manuel Antonio Matta. Como verdadero maestro supo dar y no pedir.

La cultura difundida

Corolario de su acción docente fue su tarea de tratadista. En un país desvalido de producción intelectual, urgió preparar textos que ayudaran a la enseñanza. Aquí una vez más la modestia y honradez le acompañan. No pretende hacer alarde de originalidad y sí sólo escoger y ordenar lo que le proporcionen las mejores fuen­tes. Por eso en 1843 publica sin firma unas 'Instituciones de Derecho romano', en que sigue muy de cerca a Heineccius. Once años artes había dado a luz, con sus simples iniciales, unos 'Principios del Derecho de gentes'.

En un programa que propuso para mejorar la enseñanza chilena, Bello insistió en la utilidad del estudio del Derecho romano, porque a su juicio era el comentario más claro del derecho español que regía en Chile, concretamente en Las Partidas. 'Los que lo miran como una legislación extranjera ‑comentaba en 'El Arauca­no'‑ son extranjeros ellos mismos de la nuestra'. Aun después de dictado el Có­digo Civil, insistió en 1859 que Francia seguía manteniendo su enseñanza después de la promulgación del Código de Napoleón. A él le pareció una doctrina iluminadora del camino a la codificación y de la ruta interpretativa de los Códigos ya en vigencia.

En cuanto a sus estudios del Derecho Internacional, los fundó principalmente en el tratadista Vattel. De seguro la experiencia diplomática y las lecturas de Lon­dres fueron decisivas para su formación en esta disciplina y la génesis del libro que publicó apenas tres años de llegar a Chile. Tuvo la obra sucesivas ediciones amplia­das en 1844 y 1864 y su título cambió por el de '`Principios de Derecho Interna­cional'. Fue reimpresa también en Caracas, Bogotá y Lima, y adquirió así una proyección americana.

Sus aportes más originales están en los temas relativos al comercio y a los problemas derivados de la guerra. Fue notorio que Bello se adelantó en varios lus­tros a la declaración del Congreso de París de 1856 sobre abolición del corso y pro­tección de la mercadería enemiga por el pabellón neutral, al negociar como Pleni­potenciario de Chile el Tratado de amistad, comercio y navegación con el Perú en 1835.

También se mostró inclinado a reservar a los países hispanoamericanos trata­mientos preferenciales en materia de comercio y lo sostuvo con porfía al negociar en nombre de Chile en 1832 el Tratado de comercio con los Estados Unidos, pese a la resistencia de los últimos. Pero esta política, llamada a crear un frente económico de los pueblos de origen común, no encontró la esperada reciprocidad de parte de estos últimos y Chile debió abandonarla. Bello aludió al hecho en un artículo de 'El Araucano' en 1845: 'Podemos decir sin temor de contradicción ‑dijo enton­ces‑ que ninguno de los Gobiernos de América abriga sentimientos más eminente­mente americanos que el nuestro; y que cuando él adoptó como base de sus orde­nanzas comerciales la igualdad absoluta para todas las naciones extranjeras del anti­guo y del nuevo hemisferio, fue después de haber perdido toda esperanza de que su política anterior fuese imitada y correspondida'.

En la perspectiva del tiempo la obra de Bello como tratadista de Derecho internacional ha sido justipreciada aun por hombres de otras lenguas y tradiciones. Cuando el eminente internacionalista norteamericano James Brown Scott recibió en 1827 el diploma de miembro honorario de la Facultad de Ciencias jurídicas y Po­líticas de la Universidad de Chile, recordó que la moderna escuela europea del Derecho Internacional había nacido en Salamanca en 1532 gracias a fray Francisco de Vitoria, y que cabalmente tres siglos más tarde Bello había publicado en San­tiago 'el primer tratado sistemático y completo relativo a la ley de las naciones que vio la luz en el Nuevo Mundo'. El Derecho Internacional americano lo tenía, pues, a éste por padre e iniciador.

La ley nueva

A la par que maestro y tratadista, Bello fue también legislador. Su influencia fue grande al respecto, no sólo porque desde las columnas de 'El Araucano' señaló con frecuencia los vacíos y defectos de las leyes vigentes y abogó por la dictación de otras nuevas, sino porque intervino directamente en la redacción de varias de señalada importancia. Entre 1834 y 1858 colabora en el texto de las leyes sobre propiedad literaria, sucesiones de extranjeros, matrimonio de disidentes, propiedad y destino de terrenos abandonados, prelación de créditos y ex vinculación de mayo­razgos.

Pero su obra cumbre es el Código Civil en el que comenzó a trabajar poco después de avecindarse en Chile. El primer indicio oficial de esta tarea se encuen­tra en el mensaje que con la firma del Ministro Portales se envió al Senado en 1831 anunciando el propósito del Gobierno de abandonar el antiguo sistema de las Recopilaciones e ir a la codificación, la que debía encomendarse a una sola persona para que tuviera unidad.

En la ímproba labor que llevó varios años, Bello puso en juego todas las dotes de su inteligencia ordenada, su portentosa capacidad de síntesis, su dominio del lenguaje castellano. Apunta aquí el espíritu clásico, su amor al derecho romano, su veneración a las formas españolas de su recepción, su aptitud para ponerse al día en el estilo moderno de las codificaciones. Si en la laboriosa empresa tuvo a la vista el célebre Código de Napoleón y en menor escala los de Luisiana, Prusia y Cerdeña; si no le fueron desconocidos los tratadistas franceses Delvincourt, Rogron y Pothier; preciso es advertir que recabó también una contribución preciosa de los cuerpos de leyes españoles que por espacio de siglos habían regido en América. El código de Las Partidas, que leyó a diario durante años y que llegó a calificar como 'el mejor digestivo que he encontrado hasta la fecha'; el Fuero Real, Las Leyes de Toro, la Novísima Recopilación, en fin, el proyecto de Código Civil hispano que publicó en 1851 Florencio García Goyena, fueron guías y fuentes certeras de su magna obra.

En 1832 Bello había echado las bases del Derecho Internacional americano. En 1855, al promulgarse su Código Civil, marcó una dirección para el derecho privado de todo el continente. Las repúblicas de Colombia y del Ecuador adoptaron el cuerpo de leyes chileno como propio y en México, el Uruguay, Nicaragua y la Re­pública Argentina, se le tuvo a la vista como modelo importantísimo en la elabo­ración de sus propios códigos. Sin duda una parte no escasa del éxito alcanzado por Bello con su obra, se debió a que no constituyó un salto violento de un sistema jurídico a otro por entero diverso, sino una sagaz adaptación a los nuevos tiempos de normas seculares que los pueblos hispanoamericanos llevaban en su acervo cultu­ral desde su gestación y que ahora se veían enriquecidas conforme a los requeri­mientos de la época.

Progreso y fidelidad

En sus fundamentales actitudes y obras Bello se muestra como un espíritu ecléctico, abierto a todos los valores pero no por ello menos convencido de que la herencia representa un aporte nada desdeñable. De ahí que no reniegue, como mu­chos, de todo el pasado, ni acoja tampoco a ciegas todo lo nuevo por serlo. Sabe que cada pueblo tiene un alma propia y que las vehementes transfusiones foráneas pueden llegar a serle mortíferas. Comprende que hay que hurgar en la entraña nacional para descubrir su esencia, la veta de lo auténtico, la raíz de la propia e irrenunciable vocación. El, siendo venezolano de nacimiento y ajeno a la vocación historiográfica, es el incitador más ferviente de los trabajos de esta índole, con­vencido de que así el pueblo chileno conocerá su verdadera imagen. Por eso tam­bién pone en guardia frente a la adoración de las obras europeas que pueden des­viar de la verídica prosapia cultural. Un libro francés da, como es lógico, su mayor acento a la historia de Francia; habla mucho menos de España, 'cuya historia ‑dice‑ es casi en su totalidad la nuestra'; 'la América española apenas se colum­bra de paso, a lo lejos, y quizás no ocurra una sola vez el nombre de Chile... La historia de Chile ‑concluye‑ es para nosotros demasiado importante para no me­recer un curso especial...'.

Y en otra ocasión estampa con el mismo énfasis y claridad: 'Cada pueblo tiene su fisonomía, sus aptitudes, su modo de andar; cada pueblo está destinado a pasar con más o menos celeridad por ciertas tases sociales; y por grande y benéfica que sea la influencia de unos pueblos en otros jamás será posible que ninguno de ellos borre su tipo peculiar y adopte un tipo extranjero; y decimos más, no sería conveniente, aunque fuese posible'.

La creencia de que Chile tiene una misión propia que cumplir es cosa que le sigue preocupando en otros escritos: 'La nación chilena no es la humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales... El hombre chileno que sirve de asunto a nuestra historia y nuestra filosofía, tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus institutos peculiares'.

Bello ama así la tradición, no como la idolatría de lo yerto y petrificado, sino como la herencia de eterna virtualidad, patrimonio irrenunciable de un pueblo y vocación de su vida. Por eso, frente a los encandilados por las formas e ideas forá­neas que copian y repiten servilmente, y a los agobiados por el complejo de infe­rioridad de haber nacido chilenos, Bello les lanza este llamado de inalterable vi­gencia:

'Jóvenes chilenos, aprended a juzgar por vosotros mismos; aspirad a la inde­pendencia del pensamiento. Esa es la primera filosofía que debemos aprender de Europa'.

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 Conferencia del profesor don Jaime Eyzaguirre en el centenario de la muerte de Bello. Aula Magna, Escuela de Derecho. Santiago, 1965.