Un Juan Gandulfo

Palabras de un capitán.–Su generosidad y abnegación excedían toda norma. No sólo atendía gratuitamente. Había ocasiones en que daba dinero para medicamentos. Por algunos trasnochaba y se empeñaba con los boticarios. Sin embargo, solía tener con esos clientes gratuitos la más encontrada suerte. Durante meses estuvo atendiendo de una grave enfermedad a un capitán y su señora, sin cobrarles. Esto no impidió que, cuando vino la persecución bajo el gobierno sanfuentino, y algunos inconscientes propalaron la especie de que Juan recibía oro peruano, el capitán, por charlatanismo, se diera el gusto de expresar en un grupo, que se había visto en duros aprietos para probar que con ese traidor, tenía únicamente relaciones de cliente a médico. Gandulfo le envió de padrinos a Santiago Labarca y Laín Diez. Naturalmente, se excusó diciendo que ese día había hablado después de catar los más diversos licores...

El bailarín argentino.– En otra oportunidad, atendió gratuitamente a un bailarín argentino, al que regaló hasta las inyecciones. Este, tan pronto como estuvo repuesto hizo, en casa de una elegante discípula suya, el más fantástico de los relatos: “Encontrándome un tanto delicado, llamé a este sujeto, que vivía en la vecindad de mi casa, y le di a ganar algunos pesos. Solíamos, durante sus visitas, cambiar algunas palabras, pero no tantas como para que se tomase confianzas conmigo. Sin embargo, tuvo la osadía de pedirme que colocase en casa de la distinguida señora H. una bomba que él me traería”. El éxito de este relato fue grande, porque Juan Gandulfo se encontraba oculto en un pueblo del Sur.

Las puertas robadas.– En los negocios, también solían las circunstancias ponerlo en contacto con individuos raros. Una noche llególe un mensaje en que se le anunciaba que de su casa, el dueño anterior, había retirado las puertas y buena parte de las planchas de zinc. Con grande indignación fuese donde el referido ex-propietario y le increpó su conducta. Este, después de pasar por el pálido y el rojo, le explicó: “temí que la vecina se robara las puertas y el encingado... Por eso los retiré para guardárselos”.

Represalia de índole amorosa.–A raíz del cuartelazo del año veinticuatro, fecha desgraciada para siempre, lo encontré y le pedí su opinión sobre lo que podía hacerse para salvar las libertades e impedir la dictadura. Juan contestó largando su estrepitosa risa: “Yo me estoy tomando una pequeña represalia con la hermana de un mayor. Después pensaremos en algo nuevo”. Y se fue con sus pequeñas manos embolsicadas.

La propina.– Poseía una capacidad notable para imitar el lenguaje de los roteques. En un baile de la Antigua Federación de Estudiantes, estuvimos a cargo de la ropería. Al alba, un pije bastante espirituado, a cambio del sombrero y el abrigo, le alargó un peso diciéndole: “toma, gordito”. Gandulfo respondióle con un “gracias patrón”, tan perfectamente popular, que no pude contener la risa. Asimismo era único para referir cuentos sobre gente pobre y relatar asuntos dialogados.

Su oratoria.– Era muy gráfico como orador y asperísimo. No tenla igual para la adjetivación. Sus discursos por lo drásticos eran como de polvo de roca. Y las respuestas que daba a los ingenuos que se atrevían a interrumpirle causaban efecto fulminante. A uno le respondió así: “cállese, intestino con patas!” Ese tipo de respuesta aniquilaba para siempre al interruptor y lo llenaba de ridículo. Hace muchos años, alguien me contó que don Carlos Dávila, después de oírle un discurso, había dicho: De todos los oradores populares que he oído, éste es el más peligroso, porque magnetiza a sus oyentes. Hago esta cita, por el juicio que ella encierra, aunque no podría responder de su autenticidad.

La bandera.–Su vida de estudiante está llena de episodios humorísticos. En un dieciocho de Septiembre llega a su casa un oficial de policía y le dice: –Señor, Ud. tendrá que pagar multa por no haber puesto bandera... –¡Y esa que hay arriba! El oficial con esfuerzo mira y no descubriendo nada le responde, cortante: –Señor, mi cargo no me permite aceptar ninguna clase de bromas. –Yo no bromeo– respondió Juan Gandulfo– Mire bien! El oficial con molestia cierta, ensaya otra mirada y descubre, recorriendo toda el asta, que, en lo alto, exactamente en el tope, casi ondea una banderilla de esas que Ramis Clar pone en las tortas.

Era un obrero.–Gandulfo, fuera de ser una eminencia en su profesión, poseía un talento de ricas facetas. Escribió gran parte de los carteles que figuraron en este periódico, hacía grabados en madera, dibujaba caricaturas o asuntos de utilidad científica. Siempre tenía ocupadas sus manos en una labor inteligente. En esto se parecía a un obrero, a un buen artesano. Acaso residió en su sabiduría manual el secreto de la simpatía que le unió en todo momento a los trabajadores.– G. V.